¿Cómo flota un mexicano?

 

El triunfo tiene una hermana gemela: la sospecha. Nada se investiga tanto como el éxito.

 

Por Juan Villoro

 

Los logros de Alfonso Cuarón han provocado una maliciosa pregunta: ¿qué tan mexicana es su película? Lo que equivale a decir: ¿qué tan nuestros son los Óscares que empuñó en su noche de gloria? ¿Estamos autorizados a exclamar: «¡México-México-ra-ra-ra!»?

 

Desde los mayas, el país cuenta con astrónomos de primera fila, pero nuestra contribución a la carrera del espacio ha sido modesta. Los experimentos con semilla de amaranto que Rodolfo Neri Vela hizo en el espacio exterior produjeron alegrías con regusto cósmico. Aparte de eso, hemos aportado poco. Nuestros cohetes son de feria.

 

Buscar valores nacionales en una obra artística suele ser ocioso. Sin embargo, el tema de la identidad no deja de estar presente en un país que se celebra a sí mismo con lluvias de confeti tricolor. Incluso en la estratósfera nos preguntamos qué tan mexicano es el cosmos.

 

Esto lleva a la concepción que el cineasta y su coguionista, Jonás Cuarón, tienen de la tecnología espacial. Gravedad debe su trama a una cadena de averías. Nada sirve en esa parte del universo. Las estaciones interplanetarias parecen administradas por el Seguro Social y han recibido un mantenimiento digno de la Línea 12 del Metro o las plantas de Pemex.

 

Cuarón se formó en una nación donde los motores se arreglan con un alambrito y donde el chofer de un transporte escolar puede ser un ex convicto sin licencia de manejar. Si Stanley Kubrick imaginó una sinfonía de elegantes naves que giraban como astros creados por el hombre, él concibió máquinas destruidas por una lluvia de asteroides, pero sobre todo por la incapacidad de prever riesgos.

 

Así como el terremoto de 1985 se hizo cargo de los edificios mal construidos en la Ciudad de México, los aerolitos se hacen cargo de las naves que se enteran demasiado tarde del riesgo que corren. La alarma les llega con vernácula impuntualidad.

 

El mexicano suele enfrentar el peligro con una nerviosa carcajada. ¿Qué hace un plomero ante una fuga de gas para conjurar el miedo? Canta una canción. No es otra la actitud del personaje encarnado por George Clooney.

 

¿Y qué decir de Sandra Bullock? La protagonista cumple con todos los requisitos nacionales para hacerse cargo de una situación dramática: no está preparada para la tarea, pero la enfrenta «a valor mexicano».

 

En ese averiado universo ni siquiera es posible decir: «Houston, tenemos un problema». Todas las telecomunicaciones se han venido abajo. El silencio extiende su monopolio. No es casual que esta negra pesadilla haya sido concebida por un paisano de Carlos Slim.

 

Cuando finalmente la astronauta establece contacto con la Tierra, escucha unos ladridos. Otro golpe de color local: el mexicano es alguien que habla con los perros y depende de ellos para saber si sigue vivo, según lo revela una pieza mayor de nuestra narrativa: «No oyes ladrar los perros», de Juan Rulfo.

 

Al igual que 2001: Odisea del espacio, la película de Cuarón parte de un problema técnico para llegar a un desafío del espíritu. La gravedad es un tema existencial.

 

Al respecto hay que decir que los mexicanos lidiamos de manera peculiar con la atracción de la corteza terrestre. O la aceptamos por completo y dormimos la siesta en la calle principal del pueblo, o la sobrellevamos a medias con ese lastre del alma que recibe el craso nombre de «hueva». Existir pesa, para qué más que la verdad.

 

La ingravidez debería ser una liberación; el paraíso donde se avanza nadando de muertito. Y ahí entra el audaz sesgo de Cuarón: contra lo que podríamos suponer, flotar es un infierno; cada quién debe asumir su propio peso.

 

Cuando Sandra Bullock concluye su Odisea, regresa a un paraje de tierra rojiza, como la «india brava» en Idilio salvaje de Manuel José Othón: «Si vienes del dolor y en él nutriste tu corazón, bien vengas al salvaje desierto». Ese páramo anticipa la «suave patria» de un discípulo de Othón: Ramón López Velarde.

 

En el episodio que filmó para la saga de Harry Potter, Cuarón colocó unas calaveritas de azúcar como seña de identidad. En Gravedad no ha tenido que hacerlo: sus deslumbrantes efectos especiales se parecen mucho a nuestra vida diaria, donde nada funciona y todo importa.

 

Ir lejos sirve para entender lo próximo.

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