Jesús Reyes Heroles, Lejos de la hagiografía

Por Jesús Silva-Herzog Márquez/letraslibres

Federico Reyes Heroles

Orfandad. El padre y el político

México, Alfaguara, 2015, 240 pp.

José Ortega y Gasset fue a buscar en Mirabeau el retrato de su opuesto. El ensayo que le dedicó es un fascinante ejercicio de introspección en negativo. Mirabeau era para él “cima del tipo humano más opuesto al que yo pertenezco”. Entendiendo el arquetipo del político, el filósofo podría comprenderse mejor, no por afinidad espiritual sino, precisamente, por contraste. El hombre de poder es descrito así, como el antiintelectual. Quien actúa desde el Estado no tiene célula emparentable con quien piensa desde su escritorio. Uno vive en la acción, el otro la rehúye. Uno pone las ideas entre el deseo y su acto, el otro es torrente de impulsos que no se distrae con sueños. Dos tipos humanos incompatibles: ocupados y preocupados; políticos e intelectuales. Ortega no solamente niega la fábula de una criatura que acople a las dos bestias: un intelectual-político es como un pez con melena. El filósofo descarta incluso la posibilidad de que el político tenga realmente vida. Volcado a la acción, el político se vacía. No tiene vida interior y carece de personalidad. Sus obras la absorben. Por eso, concluye, ese personaje incapaz de escuchar el rumor de su intimidad, no puede ser interesante.

Jesús Reyes Heroles rechazó aquella disyuntiva porque lo negaba. No aceptaba la imposición del dilema: ser político no podía representar la cancelación de la curiosidad, la sumisión del pensamiento, la entrega del escrúpulo. Se sabía miembro de un especie rara pero ilustre. Pertenecía al linaje de los políticos de ideas, intelectuales que habían aceptado el llamado de la acción. En sus libros exploró la mutación de las ideas en actos, en su actividad política demostró los beneficios prácticos de la reflexión.

No es extraño que el personaje se haya convertido en leyenda. El único ideólogo del régimen, el padre de la transición, el inventor de legitimidades. Un anticuario práctico, un hombre que entendía los códigos del palacio sin ignorar las exigencias de la palabra pública. Un espontáneo aforista, un rebelde comedido. El mito se alimenta de frases memorables y anécdotas jugosas. Don Jesús. Federico Reyes Heroles (ciudad de México, 1955) nada en su memoria para evocar al personaje público, pero sobre todo, para tocar a la persona. A treinta años de la muerte de su padre, ha escrito Orfandad, una entrañable novela sin pizca de ficción.

En Orfandad dos escritores retratan a dos personajes. Un político y un padre. Un atento observador de la vida política y un novelista. Cuatro Reyes Heroles. Las conversaciones entre ellos hacen de este libro una pieza literaria notable. La sutil arquitectura narrativa entreteje los recuerdos de familia con las escenas más intensas de la vida pública. Lejos de la hagiografía, el retrato arranca el bronce de la estatua para inyectar sangre. El estadista se convierte en hombre de carne y hueso cuando pueden conocerse sus pasatiempos y sus juegos. Su obra pública se aquilata cuando se enfocan los riesgos y las tentaciones.

Federico Reyes Heroles retrata al político y su circunstancia. Vale recordar que Jesús Reyes Heroles cambió un par de letras al título de Ortega para plantar su objeción. “Mirabeau o el político” se convierte en “Mirabeau o la política”. No puede hablarse del político sin comprender su laberinto de restricciones y oportunidades. Acercarse a la vida de Reyes Heroles es una invitación a comprender de mejor manera el régimen que produjo la Revolución. La carrera pública del legendario presidente del pri no fue la historia de un trepador, de un cortesano, de un sumiso. Sufrió las agresiones de un sindicalismo que hablaba con balas y encaró, en ocasiones con éxito, los caprichos del presidencialismo.

El régimen que es retratado frecuentemente como monolito piramidal fue, en realidad, una compleja e inestable confederación de intereses. El libro muestra con elocuencia que la historia se entiende solamente tras la insinuación de lo que pudo haber ocurrido. La represión del 68 fue la victoria de una facción del régimen y la derrota de su contraria. Reyes Heroles abogó por la negociación y perdió. En esa terrible derrota habrá nacido seguramente la convicción de que el autoritarismo necesitaba la reforma que llegaría una década después. La gran oposición a ese lance de apertura estaría, nuevamente, dentro.

Montaigne escribió en uno de sus ensayos más conocidos que la libertad nacía de la aceptación de la muerte. Solo cuando nos despojamos de ese temor podremos vivir a plenitud. La vida política puede alcanzar dignidad si se asume efímera. Es ahí donde se forja su responsabilidad. La sabiduría liberal de Reyes Heroles residía, ante todo, en un espíritu de autocontención. La renuncia siempre en el bolsillo. El oído sellado a la tentación. Cuenta Federico Reyes Heroles que Díaz Ordaz le insinuó varias veces al veracruzano que podría hacerlo presidente. Don Jesús no mordió el anzuelo. Creía en la sensatez de una prohibición constitucional entonces vigente que negaba a los hijos de extranjeros ese derecho. Sabía también que esa limitación podría ser, ejemplar paradoja política, cimiento de su poder. No es extraño que el personaje sea leyenda: es paradigma de astucia y dignidad. Lo entendía bien el barroco mexicano: la política es una agudeza del ingenio.

Contra lo que imaginaba Ortega, el político no está condenado a devorar al hombre. Federico Reyes Heroles toca con ternura y sin sentimentalismo la vida de su padre. Lo recuerda en juegos y distracciones, en viajes y conversaciones largas. Lo pinta en familia y entre amigos. Recupera al niño retraído que corría poco. Recuerda al enfermo de reumatitis curado con alfilerazos de abejas. Vuelve a comer el pollo de “Los Guajolotes” en la fiesta semanal frente a la televisión que organizaba su padre. Lo muestra también en la hazaña más personal de su vida: la formación de sí mismo. Un muchacho obligado a salir de Tuxpan en busca de una secundaria. Un joven que descubre su pasión en el estudio y que asciende, desde muy abajo, hasta las posiciones de mayor poder en el país. Un hombre torpe, negado a los idiomas y a cualquier arte de las manos, un costeño reacio a sumergirse en el agua. Un bibliómano que encontró al mejor cómplice en su hijo.

¿Quién es, a fin de cuentas, este hombre retratado por su hijo? Un hombre marcado por el más exigente sentido de responsabilidad que sigue siendo un hombre libre. Un hombre que venera la severa entidad de la política sin dejar de sonreír. Paisaje de un tiempo, elogio de un estadista, recuerdo de un padre, Orfandad es una extraordinaria pieza literaria por el equilibrio de su tono. Ni lacrimógeno ni solemne, es testimonio de gratitud en las dos casas. ~

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