El Santo y su cuna centenaria

El Hijo del Santo sostiene una fotografía de su padre. Carlos Juica

Se cumplen 100 años del natalicio del mítico luchador mexicano, una pieza de la identidad de México

Por Diego Mancera/El País

Lo último que vio Rodolfo Guzmán fue una estación de ferrocarril. Era la parada de Tulancingo, Hidalgo. Su rumbo era Ciudad de México, a 143 kilómetros. Con siete años se desprendió su vida rural para adherirse al estilo de vida del barrio, de la calle. Allí se fraguó el atleta, luego el ídolo de lucha libre y después en un icono de culto. Es El Santo, el enmascarado encumbrado en 100 años.

Antes de ser el Santo, era Rodolfo Campuzano Guzmán. O al menos eso decía el acta de nacimiento que tenía un grave error: al niño nacido el 23 de septiembre de 1917 le habían puesto los dos apellidos de su padre, luego corregiría ese fallo. El destino le ponía intrigas a su verdadera identidad. Guzmán vivió sus primeros años en una vecindad que hoy es una escuela primaria llamada Club de Leones. “En Ciudad de México se hizo como el hombre al ser muy aventurero”, señala su heredero, el Hijo del Santo. Su padre trabajaba de carpintero por la calle de Belisario Domínguez, en el núcleo de la entidad. Fue un hombre de muchos oficios, sin embargo, el arte de la lucha libre le atrapó. Poco tardó para convertirse en un campeón en un espectáculo donde el más púdico lanza una serie de insultos sin ser juzgado.

La primaria Club de Leones, lugar donde antes estaba la vecindad donde creció Rodolfo Guzmán. Carlos Juica

Sus primeras luchas no eran tan buenas, transitaba de un nombre artístico a otro hasta que a Jesús Lomelí, uno de los árbitros, inventó el personaje de El Santo. Con el concepto, Rodolfo Guzmán idealizó su máscara al puro estilo del hombre de la máscara de hierro, una construcción literaria de Alejandro Dumas, según constata el especialista Marco Antonio Mendoza. Pero esa máscara plateada por sí sola no fue el éxito, necesitó de la industria del cómic mexicano para convertirse en el héroe mexicano que no necesitaba de un superpoder.

Llegaron los grandes tirajes de los cómics, luego las películas, las funciones de lucha libre abarrotadas, toda una gloria ante una sociedad convulsa. El Santo era en México lo que es Cristiano Ronaldo en el mundo, o quizá más. Tuvo 10 hijos y los educó para mantener en secreto su identidad. Era actor de teatro, de cine. Era el hombre del misticismo, el que no dejaba ver su verdadero rostro, hasta que en una tertulia televisiva, en 1984, decidió mostrar su faz, 10 días antes de morir a los 66 años.

Una de las esculturas del Santo en Tulancingo, Hidalgo. Carlos Juica

El día del funeral del Santo paralizó a la Ciudad de México. “Fueron dos sepelios. Por un lado murió mi papá, Rodolfo Guzmán. Eso era lo doloroso; del otro lado, me di cuenta que para el público se murió el luchador. Si no le hubiéramos dicho a nadie hubiera sido un sepelio con pocas personas. Pero esto fue una locura. Se llenó de prensa, de gente. Todos querían tocar su ataúd. Del trayecto de la funeraria al panteón desde los puentes peatonales le decían adiós. Se oía el grito de ¡Santo, Santo!”, comenta el Hijo del Santo.

“No es fácil tomar un personaje de esta magnitud y no dejar que se vaya al olvido. Cuando yo tenía 20 años yo ya empezaba a luchar, pero mi padre no lo sabía. Un día me descubrió y regañó. Me pidió olvidarme de la lucha libre. Después me dijo ‘me gustaría que tú fueras el Hijo del Santo’. ¡Híjole! No había momento para pensarlo. Le dije ‘si tú quieres, yo puedo’. Esto es tan importante como la corona de un rey”, reflexiona el vástago del enmascarado de plata, quien se ha esforzado por mantener a flote la esencia de El Santo.

El personaje de la máscara plateada tiene su propia tienda en el barrio de la Condesa. Ahí se vende todo tipo de producto. Es el paraíso para los coleccionistas: juguetes, carteles de cine, camisetas y, claro, máscaras. En su natal Tulancingo algunos aficionados montaron en 2009 un museo comunitario en el que llevaban sus mejores recuerdos del luchador: una fotografía, recortes en el periódico y de todo tipo de reliquias. El recinto se instaló en los edificios que funcionaban como los cuartos de máquinas de la última estación de ferrocarril en la que se subió Rodolfo Guzmán. El espacio es pequeño similar al de una galería modesta.

Una de las imágenes del Santo en la tienda en Ciudad de México. Carlos Juica

“El museo empezó a tener problemas de acervo, hubo personas que reclamaron sus objetos”, menciona José Francisco Palacios, jefe de museos de la entidad. La colección no fue del agrado del Hijo del Santo luego de que no llenaba las expectativas para dignificar la imagen de su padre. Desde años ha buscado un lugar para instalar un gran museo en la Ciudad de México, pero no ha encontrado eco. “Estuve en Madrid, lo comenté y me espanté porque alguien me dijo ‘lo ponemos aquí. Tráete todo y aquí lo situamos’. Es una gran oportunidad, pero no me lo perdonarían los mexicanos”, admite el Hijo del Santo.

La huella de El Santo se puede encontrar en Tulancingo, en Tepito, el barrio bravo de la capital, en cada rincón de su país, en Europa incluso en Japón. En todo sitio donde haya un cuadrilátero siempre habrá reminiscencias de este luchador de plata.

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