Mensaje del Obispo de Tuxpan: Sagrada Familia de Jesús, María y José

Hoy la Iglesia celebra con alegría la Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Contemplamos hoy la dimensión familiar de la Navidad y en general del misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Contemplamos a aquel que es “La Palabra” y lo contemplamos hecho hombre, habitando entre nosotros, naciendo en una familia. Celebramos al Hijo de Dios que se ha encarnado en un hombre, en una familia y en un pueblo concreto, para vivir los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de nuestro tiempo. Cf. G et S, n.1

Hace 6 días celebramos la fiesta de Navidad, y hoy la palabra de Dios enfoca nuestra atención en aquella humilde familia, en la que Jesús vio la luz del sol y creció como hombre; así pudo bajar a nuestros caminos y veredas, para enseñarnos a caminar en el bien, a vivir la verdad y transformar nuestros corazones.

Dios, al realizar sus grandes obras, no recurre a medios espectaculares, se vale de medios típicamente humanos. En realidad, la salvación de la humanidad, nuestra salvación, sólo se hace con la colaboración de la misma comunidad humana.  Cada uno de nosotros nace y se educa en una familia. Y en la familia también crecemos y adquirimos personalidad y capacidad para ser miembros útiles de  la comunidad.

Una familia modelo

Seguramente que la Sagrada Familia fue una maravillosa escuela de diálogo, de comprensión y de oración. En la familia de Nazaret podemos contemplar un estilo de vida donde los cristianos podremos darnos cuenta que es posible vivir de acuerdo al plan de Dios y que, aún en estos tiempos tan distintos a los que vivió Jesús hace 2000 años, es posible hacer la voluntad de Dios.

Muchas familias de nuestro tiempo están en crisis.  Las causas son profundas, pero de cara a esta fiesta de la Sagrada Familia, fijémonos en una causa fundamental para esta crisis que vive la familia: la falta de fe, o querer ignorar a Dios.  La crisis de fe seguirá estando en las familias, mientras los esposos y los hijos no tengan como modelo a Jesús, a María y a José.  En los escasos datos que tenemos de ellos, nos damos cuenta que todo en ellos giraba alrededor de Dios.

Es importante que, en lo fundamental, los esposos den espacio a un “tercero” que debe estar siempre en primer lugar: se trata de Dios, a quien hay que darle siempre el lugar de preferencia y no querer hacerlo a un lado, porque se opone a nuestros gustos y caprichos.  Sin Dios las relaciones entre los miembros de la familia pueden llegar a ser muy difíciles y hasta imposibles.

La presencia de Dios entre los miembros de la familia garantiza la unidad familiar y unas relaciones que, sin ser perfectas, como sí lo fueron en la Sagrada Familia, sean lo más parecidas al modelo familiar de Nazaret. Por eso Dios elevó el matrimonio a nivel de Sacramento, para que la unión matrimonial fuera fuente de gracia para los esposos y para los hijos.  Hay que hacerle espacio a Dios en todos los ámbitos de nuestra vida

Valor e importancia de la familia

Jesús se preparó para su misión en el hogar de Nazaret. En aquella humilde familia trabajó, meditó y vivió la sabiduría; aprendió a ser hombre, a ser discípulo y se preparó para la delicada misión que el Padre le encomendó. No celebraríamos bien la Navidad, si no nos diéramos cuenta de lo importancia de fortalecer nuestras familias.  La desintegración familiar hace que la sociedad se deshumanice y que Dios no esté en el centro de nuestra vida. La familia es el espacio donde todo lo humano tiene cabida y sentido, es el lugar donde se aprende a sentirse amado por Dios.

Puede que nuestra vida familiar no sea perfecta, que no logremos la ansiada felicidad, pero pensemos que a la familia de Jesús no le tocó mejor suerte: fue ignorada cuando iba a nacer el niño, fue perseguida, apenas Jesús vio la luz; tuvo que emigrar hacia egipto para salvar la vida del hijo y pudo retornar hasta la muerte de su perseguidor. A María y José no les fue fácil ser familia de Dios, pero se mantuvieron unidos custodiando a su hijo y no perdieron de vista nunca a su Dios.

Valor e importancia de los abuelos

Este año las lecturas nos ofrecen la ocasión de reflexionar sobre los ancianos. En la liturgia de este Domingo la primera y la segunda lectura nos hablan de a Abrahán y Sara; el Evangelio se refiere a Simeón y Ana. Las personas mayores se han visto afectadas por los cambios sociales de la vida moderna.

En la época actual el mundo del trabajo ha puesto mucho interés en las nuevas tecnologías, olvidándose un tanto de la experiencia de los trabajadores. Esta situación favorece a los jóvenes y por consecuencia genera el retiro y la jubilación de los más grandes.

Por otra parte, en las familias actuales ya no es fácil que vivan los abuelos.  Todos estos factores generan en muchos adultos mayores, problemas de soledad, marginación, enorme empobrecimiento de la vida de familia, especialmente para los niños, para quienes los abuelos son figuras importantes y equilibradoras.

No ha sido siempre así. En la Biblia y, en general, en las sociedades antiguas, los ancianos, más que ser marginados y constituir una “edad inútil”, eran los verdaderos pilares en torno a los que giraba la familia y la sociedad.

Iniciar un nuevo camino

Llegar a ser adultos mayores no significa entrar a una etapa en declive, sino al principio de una nueva laboriosidad, de acuerdo con las circunstancias propias de la edad.  Después de haber trabajado toda la vida para necesidades del cuerpo y para deberes terrenos, tal vez podrán dedicarse con más entusiasmo a cultivar su espíritu a leer, a convivir, a servir a la familia o a la comunidad.

En ellos se aplica aquella palabra del salmo que dice: “En la vejez producen fruto, siguen llenos de frescura y lozanía” (Salmo 92, 15). Cuánta confianza da a este propósito la parábola de Jesús, en donde se habla del operario de la undécima hora, que recibe la misma paga que los primeros. Quiere decir que nunca es demasiado tarde.  Alguien tal vez por la necesidad, o por afán dinero, descuidó el cultivar su fe, permaneciendo lejos de los sacramentos y de todo. Dios le ofrece ahora una nueva posibilidad. ¡Cuántas personas, en el cielo, deben su salvación a los años de su ancianidad!

La Escritura traza las líneas para una espiritualidad del anciano, esto es, un perfil de las virtudes, que más deben resplandecer en su conducta: “Di a los ancianos que sean sobrios, serios y que piensen bien; que estén robustos en la fe, en el amor y en la paciencia.  Que las ancianas sean decentes en el porte, que no sean chismosas ni se envicien con el vino, sino maestras en lo bueno, de modo que inspiren buenas ideas a las jóvenes, enseñándoles a amar a los maridos y a sus hijos” (Tito 2, 2-4).

Tenemos aquí los rasgos fundamentales que hacen a un buen anciano (a). Ante todo debe sobresalir una cierta calma y dignidad, que hacen del anciano (a) un elemento de equilibrio en la familia. Uno que sabe relativizar las cosas en los conflictos, rebajar los tonos, inducir a la reflexión y a la paciencia.

Abrahán y Sara nos dicen que la verdadera fuerza, que debe sostener a un anciano, es la fe: “Por fe, obedeció Abrahán a la llamada… Por fe, también Sara, cuando ya le había pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abrahán, puesto a prueba, ofreció a Isaac…”

De Simeón y de Ana, la pareja de ancianos del Evangelio, aprendemos la virtud de la esperanza. Simeón había esperado toda la vida poder ver al Mesías. Y un día pudo estrechar entre sus brazos al Niño Jesús. Para muchas madres su deseo mayor es ver a un hijo o una hija suya reconciliados con Dios, vueltos al camino de la fe. Como Simeón hay que continuar esperando y rezando. La esperanza es como el elixir de la eterna juventud. Se dice: “mientras hay vida hay esperanza”; pero, todavía más verdadero es el dicho contrario: “mientras hay esperanza hay vida”.

+ Juan Navarro C. / Obispo de Tuxpan

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