Desafíos del corazón

  Viajamos al corazón del corazón para descubrir los retos que plantea

 

 

Una ‘máquina prodigiosa’ que nos lo da todo. A razón de 100.000 latidos cada día. Y todo nos lo quita. Las enfermedades cardiovasculares son la primera causa de muerte en el mundo: 17 millones de víctimas por año. Hasta ha osado disputarle al cerebro el centro de las emociones. Viajamos al corazón del corazón para descubrir los retos que plantea. Científicos e incluso filosóficos. También creativos. Hemos pedido a seis artistas su visión del órgano vital para ilustrar estas páginas.

 

El rey de las emociones es el cerebro, resuelve la ciencia. Y sin embargo, la intuición y el sentimiento siguen susurrando a nuestros oídos que el corazón nunca ha perdido su poder para seducirnos. Los ecos de esta batalla hoy perdida resuenan a su favor desde el fondo de la historia. Aristóteles creía que el corazón era el centro supremo: la ambición, el amor, el odio, el coraje, el valor. Todo palpita y se siente por encima del tórax. ¿No nos ocurre ahora exactamente eso? En los tiempos de este matemático y filósofo, el corazón y la mente eran una misma cosa, y el cerebro, un mero refrigerador de la sangre. Hipócrates, el padre de la medicina, y Platón creían lo contrario. La emoción anida en el cerebro. Fue el médico romano Galeno, en el siglo II después de Cristo, quien decantó la batalla a favor del cerebro, como el centro de las sensaciones. ¿Por qué, a pesar de ello, el corazón se ha colado en nuestro lenguaje, en el arte, en la forma de pensar, en nuestra personalidad, a lo largo de estos siglos?

 

 

 

¿Por qué lo asociamos con el centro de las emociones?

No es un asunto banal. El ser humano y lo que crea a su alrededor no puede entenderse si se rebaja el corazón a la categoría de un mero impulsor de la sangre. Una miríada de expresiones que dan sentido a la literatura y la expresión artística, que han esculpido nuestra cultura, deben su existencia al corazón. El director y productor de cine Antonio Isasi-Isasmendi desgrana algunas de ellas, que forman parte de nuestra experiencia cotidiana: Le entregó su corazón / Tiene buen corazón / Tiene un corazón de hierro / No sé cómo tienes corazón para hacer eso / Tiene mal corazón / Le destrozó el corazón / No le cabe el corazón en el pecho / Fue una corazonada… cargadas de significado y sentido. El corazón, asegura este artista, «es fundamental en el cine, en el teatro, en las historias, en los guiones…, en cualquier manifestación artística. Lo sé por propia experiencia. No hay que olvidar las actitudes o sensaciones por las que pasan continuamente los personajes a lo largo de su creación, o en su parte interpretativa, y que tengan como soporte el apoyo emocional y sensible, y las mil incidencias a que da motivo la marcha de nuestro corazón». Estamos impregnados de corazón en todo lo que hacemos, en el día y día. Ese es el primer desafío de los cinco que recogemos en El País Semanal.

 

El corazón es omnipresente en la literatura, como el aire que respiramos. En la inolvidable novela1984, de George Orwell, que describe terroríficamente un sistema totalitario en el que hasta la expresión de los sentimientos le hace a uno sospechoso y puede conducirlo a la muerte, el protagonista Winston oye a una lavandera cantar en el patio una canción inventada ¡por el propio sistema! para los humanos débiles, estúpidos y prescindibles: Era solo una ilusión sin esperanza / que pasó como un día de abril / pero aquella mirada, aquella palabra / y los ensueños que despertaron / me robaron el corazón.

 

Napoleón afirmó en una ocasión que «la historia pinta el corazón humano». Y el escritor Eric Jager, en su obra El libro del corazón (en inglés, The book of the heart, University of Chicago Press), asegura que el corazón se transformó en un símbolo universal del amor hacia la Edad Media. De ahí surgieron todas estas expresiones, las cuales se popularizaron y colonizaron el arte. En el tapiz francés La ofrenda del corazón expuesto en el Museo de Cluny en París, un hombre vestido con elegancia sostiene entre sus dedos su corazón, el símbolo de San Valentín, simétrico y rojo, y se lo entrega a su amada en un hermoso jardín. Resulta fascinante comprobar cómo antes de la popularización de las tarjetas para enamorados del 14 de febrero -que data de antiguo, según Jager, hacia 1840-, los artesanos medievales ya fabricaban libros manuscritos dándoles forma de corazón. Y la metáfora del corazón como un «libro interior» que contiene los registros de toda una vida como si fuera un diario se remonta mucho más atrás. Pero se plasma majestuosamente en el fresco del Juicio Final de la catedral de Albi, al sur de Francia, pintado hacia 1490. Su visión deja boquiabierto al visitante; las almas que han resucitado son personas desnudas que muestran en su costado izquierdo un libro abierto, una vida sin mancha. El poeta italiano Boccaccio soñó que su amada abría su corazón y escribía su nombre allí, en letras de oro. Pero en la edad moderna, a medida que los médicos y los científicos reducían el corazón a una bomba, los filósofos se vieron obligados a «recolocar el alma en la cabeza», reflexiona el propio Jager en un artículo de la Universidad de Chicago.

 

 

El plano científico no resulta menos fascinante que el artístico. El corazón humano es un prodigio de la fisiología. Solo hay que echar un vistazo a sus cifras, por contrastadas no menos increíbles. En un solo día hace circular más de 7.500 litros de sangre a través de una red de casi cien mil kilómetros de vasos sanguíneos y capilares, la longitud total que sumarían fuera de nuestro cuerpo. El trabajo del corazón equivale a empujar toda esa sangre por una tubería que daría más de dos vueltas a la Tierra, a razón de 100.000 latidos diarios. A lo largo de una vida normal en un ser humano, este órgano se habrá contraído y expandido 3.500 millones de veces. Pero si hablamos de cifras, también hay un lado oscuro. Las enfermedades coronarias son la primera causa de muerte en todo el mundo, nos dice la Organización Mundial de la Salud, y no hay señales de que eso vaya a cambiar. En 2008, más de 17 millones de personas fallecieron por un ataque al corazón o un infarto cerebral. En menos de dos décadas, según el último informe, las muertes superarán de largo los 23 millones. En pleno siglo XXI, el corazón desafía a la medicina y la ciencia. ¿Qué secretos esconde? ¿Podremos curarlo y regenerarlo?

 

En busca del sustituto artificial permanente

Una máquina que reemplazaría al corazón. El primero que se atrevió con ello fue el médico norteamericano Denton Cooley en 1969, cuando alojó una bomba impulsada por aire dentro del pecho de un paciente que esperaba un trasplante. El artefacto le permitió vivir dos días y medio hasta que llegó el corazón de verdad, si bien moriría 32 horas después. Pero Cooley lo hizo sin permiso de las autoridades sanitarias. Cruzó la raya de lo permisible, y el mundo se echó las manos a la cabeza (incluido su mentor, el gran cirujano Michael DeBakey). En 1982, la historia volvió a escribirse, con algo más de fortuna. Otro grande de la cirugía, el médico William DeVries, implantó el Jarvik 7 para que bombease la sangre de Barney Clarke, un dentista de 61 años. Vivió 112 días, pero atado a una cama, privado de libertad y, lo que era peor, entre infartos cerebrales y continuas infecciones. El corazón Jarvik funcionó. Para el público quedó atrás la imagen de un científico que jugaba a ser Frankenstein. Pero el Jarvik no resultó el sueño de la bomba permanente que el mundo esperaba. Quizá porque el corazón -y esta es una gran lección de la aventura fascinante de los trasplantes- no es solo una bomba, sino que es una máquina que trata con delicadeza un tejido complejo y frágil hecho de células, la sangre humana.

 

Este sueño no ha muerto. La compañía norteamericana Syncardia ofrece desde hace seis años un corazón artificial que, en efecto, proporciona algunos meses de vida. Afirma que se han implantado 950 de estos dispositivos. Los pacientes están unidos por cables a una pesada consola y no pueden salir de la habitación de su hospital. Pero en este mismo año, la misma compañía ha fabricado una mochila de unos seis kilos de peso que proporciona energía al artefacto. Hay una veintena de personas que la llevan, historias de enfermos que recuperan la libertad, quienes salen lentamente de los hospitales como prisioneros recién liberados. Es el caso de Omer Bairak , del que suele decirse que es «el único hombre en Turquía que vive sin un corazón». El pasado marzo se le implantó el artefacto en un hospital de Estambul, y este otoño ha salido por fin con la mochila a cuestas. Lleva 180 días a la espera de un trasplante. «Aunque no poseo un corazón biológico, todavía siento emociones», explica Bairak en un comunicado de la compañía. «Antes estaba en contra de la donación de órganos, pero ahora me doy cuenta de su importancia».

 

Hay otro caso singular, un muchacho en Tejas de 18 años, Jordan Merecka, que recibió el pasado verano su corazón artificial. Lo que llevan estos pacientes dentro de sus pechos «no es un reemplazo para siempre, ni el destino último de la terapia», advierte Keefe Manning, bioingeniero de la Universidad de Pensilvania (Estados Unidos). Este ingenio proporciona un tiempo valioso hasta que llegue un corazón de verdad. En Estados Unidos se trasplantaron 2.163 corazones en 2008; en España, 243 en 2010. Las listas de espera no paran de crecer. «No tenemos ahora nada parecido a un corazón artificial permanente». Manning investiga cómo fluye y se coagula la sangre a través de estos ingenios, un problema a resolver. Cree que el corazón humano no será finalmente reemplazado por un ingenio mecánico. Su visión es distinta: buscar dispositivos que le ayudarán a funcionar con normalidad.

 

Veamos el caso del exvicepresidente norteamericano Dick Cheney. Acumuló un poder inmenso en Estados Unidos, pero ahora no tiene pulso cardiaco. Apenas se le notan los latidos. Cheney vive gracias a un dispositivo de ayuda al ventrículo (las siglas en inglés son LVAD) implantado en su corazón enfermo. Se trata de una bomba que impulsa su sangre suavemente, pero que debe ser alimentada con un cable que sale de su pecho hasta una batería alojada en un cinturón. Cheney no está en una cama, sino que hace una vida bastante normal, bastón en mano, aunque se le ve visiblemente más delgado. Concede entrevistas a los medios, donde no tiene reparos en enseñar el cinturón para mostrar lo que le mantiene con vida. No puede nadar, la ducha de todos los días es un engorro y el cable debe limpiarse cada día para evitar infecciones, siempre presentes y peligrosas con estos dispositivos.

 

En España, los cirujanos del hospital Doce de Octubre implantaron el pasado verano una bomba cardiaca para ayudar al ventrículo de un paciente de 67 años (no un corazón artificial completo). El artefacto es recargable, tiene 12 horas de autonomía y se conecta mediante un cable a baterías o una unidad de control. Puede durar hasta diez años, tras los cuales habría que reemplazar algunas piezas. Los corazones enfermos pueden funcionar mucho mejor con estos dispositivos.

 

Ingenieros de Pittsburg en Estados Unidos han creado incluso la primera bomba cardiaca experimental inalámbrica. Se alimenta de una batería sin necesidad de cables. Y en la Universidad de Pensilvania, dice Manning, se ha desarrollado la tecnología para transmitir la energía eléctrica a estos dispositivos a través de la piel humana, sin cables saliendo fuera del cuerpo. En los experimentos se ha visto que es posible que «los enfermos pueden tomarse una ducha y nadar en una piscina, ya que no necesitan estar atados a una batería». En menos de dos décadas, estas baterías podrían estar instaladas en ambientes seguros, cerca del paciente, como en las paredes de su casa, techo o debajo de la cama. Manning desgrana su sueño: «Ojalá estas tecnologías sean algún día completamente biocompatibles para todos, ya sea niños o adultos, y que tengan menos de un 1% de complicaciones, como las válvulas cardiacas que se implantan hoy».


 

Otro apunte de urgencia: mientras se escribían estas líneas, los cardiólogos del hospital Clínico de Barcelona implantaban un marcapasos en el cuello de un paciente para mandar estímulos eléctricos a su nervio vago, según explica a El País Semanal el cardiólogo Josep Brugada, con objeto de controlar un corazón desbocado «sin tan siquiera tocarlo». Es la primera operación en el mundo de esta naturaleza. El nervio vago se encarga de hacer llegar las órdenes del cerebro al corazón para disminuir el ritmo cardiaco. En el caso de un corazón enfermo, que se contrae irregularmente y con mucha potencia, la estimulación extra de este nervio supone calmarlo y regularlo mejor para evitar un desenlace fatal.

 

 

Cultivar el músculo cardiaco

Sobreviene un infarto. No llega sangre a una zona del miocardio. Si el daño es grande, pueden sucumbir hasta 1.000 millones de sus células, los cardiomiocitos. Los restos de la matanza son retirados por las defensas, dejando en su lugar una terrible cicatriz. El corazón ha resultado herido, puede que sin remedio. Desde hace una década, cuando empezaron a domesticarse las células madre en el laboratorio para convertirlas en pedazos de músculo cardiaco que latían encima de un plato de cristal, los investigadores han soñado con injertar estas creaciones a los corazones de los enfermos dañados por un infarto. Quizá sirva el músculo obtenido a partir de las células madre de la médula ósea del propio paciente, o el de embriones humanos, o del cordón umbilical de los fetos. Hace ahora cuatro años se hablaba de una nueva ingeniería de tejidos cardiacos, cultivados y listos para ser trasplantados. Ravi Birla, director del Laboratorio de Corazón Artificial en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor, escribía en la revista Journal of Regenerative Medicine: «El desafío tecnológico es tremendo, pero estamos en un punto en el que podemos fabricar prototipos de primera generación de todas las estructuras cardiovasculares, como músculo cardiaco, vasos sanguíneos, válvulas aórticas, tejido de ventrículos y bombas cardiacas hechas de células».

 

 

Y sin embargo, llevamos una década de ensayos de células madre en pacientes que han sufrido infartos agudos. Pero sin resultados, indica Christine Mummery, de la Universidad de Leiden, en Holanda, en un reciente informe de la revista Science. ¿Qué ha ocurrido? Las esperanzas se han desplazado al propio corazón dañado, nos explica esta experta. «Se solía pensar que el corazón no podía regenerarse por sí solo, excepto para fabricar una cicatriz. Pero ahora parece claro que contiene células progenitoras». Se ha visto, por ejemplo, que inyecciones de otras células como las de la médula ósea en el propio miocardio activan estas células progenitoras para que se transformen en músculo. Así que para cada persona que sufre un infarto en el mundo, la ciencia no descarta la posibilidad de estimular su propio corazón para que se regenere. «Lo difícil es localizar estas células. No sabemos dónde están, a menos que algo dramático las haga aparecer. Y es muy difícil rastrearlas en el corazón humano. Se han hecho multitud de estudios en ratones, se han coloreado de diversas maneras, de rojo, rosa, verde…, no sabes muy bien qué aspecto tienen», dice Mummery.

 

 

La búsqueda y localización de estas células en el paisaje del corazón equivale ahora a encontrar el Santo Grial de la cardiología clínica. El esquema ha cambiado. En vez de cultivarlas en un plato para reimplantarlas después -algo que costaría meses y podría ocasionar problemas de contaminación en el paciente-, las células pueden usarse como conejillos de Indias en ensayos de laboratorio para averiguar qué las excita. Si se da con la combinación adecuada, podría diseñarse un fármaco. Así que imagine lo siguiente: dentro de unos años, y tras sufrir un ataque cardiaco, el paciente toma una píldora para excitar las células que en su corazón tienen la capacidad de regenerar el músculo cardiaco perdido. ¿Ciencia ficción? Quizá. Pero Mummery cree que hay que recorrer este camino. La búsqueda de moléculas, proteínas y células podría obrar el milagro. «Quizá el secreto estribe en una molécula sencilla y solo tengamos que ponerla en la corriente sanguínea».

 

El viaje más profundo en tres dimensiones

En su novela Viaje alucinante, Isaac Asimov nos invitaba a viajar por el interior de los vasos sanguíneos hasta llegar al corazón humano. La tecnología que lo hacía posible miniaturizaba a una tripulación entera con su nave espacial incluida. Ahora, ese viaje puede realizarse en la mesa de un bar, con la ayuda de un ordenador portátil, gracias a la amable invitación de Antonio Rodríguez, jefe de la sección de ecografía cardiológica del hospital Son Espases de Mallorca. Enseña una película ciertamente alucinante en esa pantalla: un corazón real que late… en toda su intimidad. Podemos viajar a cualquiera de las aurículas o los ventrículos, pasando a través de las comunicaciones, examinar cómo se abren y cierran las válvulas, atravesar la aorta o colocarnos dentro para contemplar el insólito paisaje. Podemos aumentar o disminuir la imagen. Podemos colorearla. La libertad es absoluta. Somos los turistas del corazón humano.

 

La magia reside en la película de ultrasonidos hecha en tres dimensiones. «Es un viaje dentro del corazón», afirma Rodríguez. «Te permite localizar con mayor precisión y rapidez lo que quieres ver. La ecografía en tres dimensiones era algo inimaginable hace una década». Las sondas ultrasónicas también han evolucionado. Ahora hay ecógrafos que tienen el tamaño de un disco duro, asegura este experto. Los programas desoftware analizan y colorean el flujo de la sangre: la venosa, que procede del resto del cuerpo, en azul; la oxigenada, tras su paso por los pulmones, en rojo. Las pantallas se han convertido en los ojos especiales de los cirujanos, en una suerte de gafas privilegiadas. «Muchos defectos del corazón se pueden arreglar sin necesidad de abrir el tórax», dice este médico. A veces introduciendo un catéter es factible colocar un dispositivo, tapar una fuga, reparar una cañería…, hacer un trabajo de maestro fontanero, y tener la certeza de que todo ha salido bien en el momento. En tiempo real.

 

Pero no solo se trata de una película científica con su correspondiente carga de fascinación visual. Las técnicas de imagen del corazón han bebido de otras tecnologías, como la desarrollada por la NASA para estudiar el lento movimiento de los glaciares desde los satélites. Se fijan posiciones en los glaciares y se observa, con el transcurso del tiempo, cómo estos marcadores se han ido desplazando en la sucesiva toma de satélite, año tras año. La información se procesa mediante algoritmos matemáticos que convierten el glaciar, una inmensa masa de hielo y rocas inmóvil al ojo humano, en algo dinámico, en pleno movimiento. Algo parecido ocurre con el músculo cardiaco: los cardiólogos fijan unos marcadores geográficos y observan el cambio relativo de estas posiciones con las dilataciones y contracciones del corazón, explica Rodríguez. Si los postes se salen de unos márgenes establecidos, el programa avisa si hay una patología. Es un nuevo tipo de imagen inteligente.

 

¿Es capaz de pensar el corazón?

Muchos considerarían que la respuesta es un rotundo no. Los sistemas nerviosos que controlan el corazón (el simpático, que lo excita, y el parasimpático, que lo calma) están bien caracterizados. Pero esa negativa habría que matizarla. «No se trata de seudociencia», nos dice por correo electrónico el profesor Mohamed Omar Salem, psiquiatra de la Universidad de los Emiratos Árabes Unidos. «Es un hecho científico que el corazón tiene un tejido cerebral de 40.000 neuronas y que es capaz de segregar casi todos los neurotransmisores del cerebro». El corazón fabrica oxitocina, una hormona relacionada con el amor, las relaciones sexuales y los lazos entre la madre y su bebé, en concentraciones tan altas como en el cerebro. O dopamina y noradrenalina, que se pensaba que eran exclusivas de las células del sistema nervioso central. Se ha medido también el campo magnético del corazón y se ha visto que su intensidad es 500 veces más poderosa que la del cerebro. Salem afirma provocadoramente en un trabajo en la revista The Arab Journal of Psychiatry que el corazón puede incluso procesar y codificar información intuitiva, como si tuviera intuición sobre lo que va a ocurrir, y que es capaz de influir en el cerebro al estar conectado con la amígdala cerebral, el centro de las emociones, además de responder a sus órdenes.

 

 

Un corazón extraído de una persona que acaba de morir puede seguir latiendo siempre que reciba sangre y oxígeno. «Tiene una función que es absolutamente maravillosa. Y es que es automático», dice el cardiólogo Josep Brugada, experto en arritmias. ¿Cómo es posible que, fuera del cuerpo humano y privado de todo estímulo, desconectado del sistema nervioso, el corazón preserve esa capacidad de latir? «El corazón tiene un mecanismo de salvaguarda. No se va a parar nunca, o casi nunca». Brugada describe los puntos dentro de su geografía donde se localizan los marcapasos. El primero, en la aurícula derecha (que marca un ritmo de entre 60 y 80 latidos por minuto). Si se estropea, aparece otro automatismo en un nivel más bajo, entre la aurícula y el ventrículo, que marca entre 40 y 50 latidos por minuto…, y si falla, hay un tercer nivel, un automatismo en los ventrículos, entre 30 y 40 latidos. El corazón está repleto de sistemas de seguridad.

 

El cirujano Josep Oriol Bonnín, con una amplísima experiencia en trasplantes, explica que el corazón posee su propio sistema nervioso autónomo que le permite seguir latiendo tras la muerte cerebral de una persona. Eso permite que ese corazón pueda funcionar en otro cuerpo, a pesar de que se hayan cortado las conexiones nerviosas que lo unían al cerebro del donante. El cirujano no necesita además reconectar estas conexiones nerviosas. Puede parecer una labor rutinaria, pero es como si el corazónsupiera que está fuera del cuerpo. Está regido por la ley de la supervivencia: no detenerse bajo ningún concepto. Y es una buena indicación de lo que significa la vida. «Durante muchos años, la limitación a los trasplantes cardiacos fue debida a que no se aceptaba la muerte hasta el último latido del corazón», explica Bonnín. Christian Barnard, el médico que realizó el primer trasplante de corazón en Sudáfrica, en 1967, se adelantó un año a su colega de Stanford Normal Shumway precisamente porque en ese país africano no existían las restricciones legales de Estados Unidos.

 

 

Sobre el corazón siguen proyectándose visiones contrapuestas. Para algunos es una formidable máquina pulsante, sin más. Bonnín discrepa de esta visión mecanicista. El corazón «no es solo un músculo tonto que trabaja de noche y de día, o, como decía Barnard, una simple y primitiva máquina de bombeo». «Es un órgano fascinante, capaz de transmitir, incluso de forma táctil, las sensaciones más puras y las más mezquinas. Un órgano complejo a disposición de la vida, latido a latido, transmisor como ninguno de las órdenes cerebrales, pero al mismo tiempo con la suficiente libertad para seguir latiendo a pesar de que el cerebro duerma o esté muerto»

 

 

(Periódico español El País)

 

 

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