Entre la lluvia y la sequía: dos sacrificios excepcionales de niños en México y Perú

Restos del sacrifició chimú en la costa norte peruana.
Restos del sacrifició chimú en la costa norte peruana.
En el siglo XV, los mexicas sacrificaron a decenas de infantes en el Templo Mayor. Al mismo tiempo, los chimú hicieron lo mismo en lo que hoy es Perú. ¿El motivo? El agua
Por Anna Lagos/El País

Hace 40 años, el equipo de arqueólogos que trabajaba en las ruinas del Templo Mayor de Tenochtitlan, en México, anunció el hallazgo de los restos de un sacrificio ritual masivo de niños. Era, supieron después, un sacrificio de tiempos del primer Moctezuma, allá por mediados del siglo XV. Los arqueólogos encontraron huesos de al menos 42 infantes, de entre tres y ocho años, junto a jarras de Tláloc, dios de lluvia y la fertilidad mexica. Era un descubrimiento impresionante, único. Los investigadores presumieron de que nunca antes se había encontrado algo así.

Treinta años más tarde, en la costa norte de Perú, un equipo de arqueólogos ubicó entre la arena y el barro de la costa del océano Pacífico los restos de otro sacrificio ritual masivo de niños. Sus esqueletos, descubrieron los investigadores, yacían junto a restos de llamas. Poco tiempo después, los arqueólogos ya contaban más de 200 infantes, superando en mucho el caso del Templo Mayor de Tenochtitlan.

En este segundo caso, eran los restos de un sacrificio chimú, civilización más o menos contemporánea de la mexica, que se extendió por el litoral norte de lo que hoy es Perú, desde principios del siglo XI. El lugar del sacrificio está en un acantilado a poco más de 300 metros sobre el nivel del mar, en medio de un complejo de viviendas residenciales, en Huanchaco.

Los arqueólogos que lideraron ambas excavaciones, el mexicano Leonardo López Luján y el peruano Gabriel Prieto, se conocieron hace un par de años en el centro del mundo, en Quito. Esta semana ambos recordaron aquel primer encuentro, en un evento organizado por el Colegio Nacional, en Ciudad de México. Lo primero que López Luján le dijo aquel día en Quito fue: «¡Te odio!». Y Prieto, divertido, le contestó: «Lo que los peruanos no podemos hacer en fútbol, tenemos que hacerlo con la arqueología».

Jarras Tláloc, en la ofrenda hallada en el Templo Mayor en 1980.
Jarras Tláloc, en la ofrenda hallada en el Templo Mayor en 1980. López Luján

Prieto presentó los resultados de su excavación este jueves en el Colegio Nacional, en una conferencia que presentó el propio López Luján. Doctor en arqueología por la Universidad de Yale, Prieto explicó que la ceremonia chimú, donde auténticos expertos en anatomía sacaron el corazón a docenas de infantes y llamas, luego de cortar el esternón y abrir la caja torácica, fue producto de un fenómeno meteorológico.

En aquella época, hace más de 500 años, lluvias torrenciales azotaron la región y los chimú sacrificaron a los pequeños para que las aguas pararan. De hecho, los investigadores encontraron una gruesa capa de barro que sugiere que hubo lluvia en el momento mismo del sacrificio. En el sitio, además de los niños, encontraron los huesos de dos mujeres hincadas con la cabeza viendo hacia la tierra y un hombre de unos 40 años, que presenta heridas en su brazo derecho, lo que podría sugerir que se trata del victimario autosacrificado.

«Sabemos que el arma que usaban para hacer los sacrificios eran cuchillos de metal conocidos como tumis», explica Prieto. Los investigadores sugieren que los niños, provenientes de diversos grupos étnicos, fueron preparados con anticipación para el gran momento del ritual en Chan Chan, un sitio arqueológico cercano, declarado patrimonio de la humanidad.

Restos del sacrificio en el Templo Mayor.
Restos del sacrificio en el Templo Mayor. López Luján

Si en los dominios de los chimú todo se inundaba, en Tenochtitlan se acabó el agua. López Luján explicó que el sacrificio masivo azteca se debió probablemente a una enorme sequía, que la cuenca de México sufrió en el año 1454, año uno conejo, según la cuenta mexica. Dice López Luján: «Los frailes fraciscanos Toribio de Benavente y Juan de Torquemada lo identifican como el origen de la después generalizada práctica del sacrificio infantil. Su trascendencia también queda patente en la obra de Durán, quien asienta que, cuando Motecuhzoma Ilhuicamina [el primero de los dos] hizo plasmar su propia efigie en las peñas de Chapultepec para dejar memoria de sus glorias, les ordenó a los artistas: ‘Y juntamente señaléis el año de Ce Tochtli, donde empezó la gran hambre pasada». La hambruna fue terrible en la época. El Tlatoani no tuvo otra opción más que repartir las reservas de alimentos de la ciudad y luego anunciar que ya no había más nada que ofrecer.

En sus crónicas, los frailes Motolinía y Diego Durán cuentan que en la cuenca de México se sacrificaban, en honor al Dios de la lluvia, niños seleccionados porque tenían dos remolinos en el cabello. Eran degollados o ahogados. A veces, se les introducía en una cueva y se les dejaba morir por inanición. Pero ningún historiador de la época describió el sacrificio en Tenochtitlan que involucró a los 42 niños.

¿Qué era la muerte para las sociedades antiguas de aquí y allá? Según el célebre historiador Eduardo Matos Moctezuma, autor de Muerte a filo de obsidiana: «el hombre prehispánico concebía la muerte como un proceso más de un ciclo constante y a la sangre como un elemento vital generador de movimiento». Nacimiento y muerte, unidad indisoluble. El sacrificio, convertir algo en sagrado, establecer un nexo con los dioses. Para ellos, la muerte era germen de la vida. Solo así podríamos explicarnos el entierro masivo de niños y animales, ellos eran el germen para comenzar todo otra vez.

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