La ciudad del Tajín, historia y misticismo de una joya del México prehispánico

 

 

En aquel mes de marzo de 1785, durante el tiempo de secas, un funcionario español, junto con sus peones, buscaba afanosamente, en medio de aquella agobiante selva tropical, sembradíos clandestinos de tabaco. Las autoridades virreinales habían sido informadas de que ciertas familias totonacas que vivían en los alrededores de Papantla habían sembrado esta planta, ocultando su actividad en aquellas latitudes poco visitadas por los europeos.


Don Diego Ruiz, oficial del estanco del tabaco, sudaba copiosamente mientras lo atacaban los enjambres de mosquitos tan abundantes en este ámbito selvático, cuando de pronto descubrió, en medio del denso follaje, una notable pirámide de grandes dimensiones. Por más diligencias que hizo este personaje, no obtuvo mayor información de los vecinos; tiempo después, al relatar el hecho para la Gaceta de México, el periódico más conocido de la época colonial, mencionaba que quizá los totonacas debieron ocultar intencionalmente su existencia a los españoles.


Así fue el descubrimiento de la Pirámide de los Nichos, nombre que recibió por los característicos elementos arquitectónicos que la decoran y que le dan una gran ligereza, armonizando con la secuencia de taludes y cornisas, cuya inclinación le proporcionan un singular movimiento a los ojos del espectador.


Durante el siglo XIX, no obstante la carencia de vías de comunicación en la zona, el artista Carl Nebel logró llegar hasta el lugar y captar en uno de sus grabados más conocidos esa belleza del instante en que se le reveló el monumento, rodeado por la selva tropical; el edificio se hallaba en penumbras por lo denso del follaje, y el contraste con el diáfano azul del cielo y las nubes nos transporta a través del tiempo, como un sueño encantado que no retornará porque el hombre contemporáneo destruyó sin misericordia la jungla.


En la tercera década del siglo XX, cuando se construyeron los caminos del petróleo, se iniciaron los trabajos para levantar un buen plano topográfico y explorar algunos de los edificios más significativos; fue entonces que se empezó a develar el misterio de El Tajín, correspondiendo primero al ingeniero Agustín García la limpieza de la vegetación que cubría la Pirámide de los Nichos, y a partir de 1938 el arqueólogo José García Payón exploró numerosos basamentos, además de la pirámide, despejando las plazas ceremoniales y haciendo comprensible la visión de las ornamentadas canchas del juego de pelota, ubicadas al norte y al sur. Así surgió a la luz El Tajín Chico, con sus estructuras palaciegas.


Durante 39 años García Payón no sólo enfrentó los fuertes obstáculos que significaban la remoción de escombros y la reconstrucción de los edificios, sino que también sufrió lo raquítico de los fondos, lo cual limitó el avance de la exploración y la amplitud del área excavada. No obstante, para la década de los setenta El Tajín, gracias a los trabajos que se habían llevado a cabo durante aquellos años, era uno de los pocos sitios arqueológicos de la costa de Veracruz que atraían al turismo, tanto por la belleza de sus construcciones como por las comodidades que encontraba.


Con los levantamientos topográficos realizados en El Tajín se tuvo un mejor panorama de la enorme extensión que cubrió en su momento esta ciudad, que hoy sabemos tuvo una larga duración, pues comprendió del año 300 al 1100, correspondiendo su florecimiento a la época en que Teotihuacán estaba desapareciendo (entre los siglos VII al X).


Finalmente, un nuevo gran proyecto, a cargo de Jürgen K. Brüggemann, amplió las perspectivas de las antiguas exploraciones de García Payón; de 1984 a 1994 el equipo de arqueólogos, mayoritariamente egresados de la Universidad Veracruzana, investigó, consolidó y restauró alrededor de 35 edificios más, transformando El Tajín en uno de los sitios arqueológicos más importantes y de mayor belleza con que cuenta México.


En la actualidad podemos observar cómo los antiguos habitantes de El Tajín aprovecharon una serie de lomas que bajan suavemente de los costados de la Sierra Madre Oriental, en las cercanías del río Tecolutla, para edificar su ciudad capital. Con el fin de proveerse de agua, los constructores trazaron la urbe utilizando dos arroyos que se estrechan y unen en la parte meridional; ésta es la sección de nivel más bajo y la que sirvió para edificar numerosos conjuntos arquitectónicos alrededor de plazas. Aproximadamente hacia la mitad que corresponde al noroeste del espacio habitado, donde el terreno se eleva, los constructores modificaron la inclinación de la pendiente de la loma y formaron terrazas que permiten el diseño de plazas elevadas, y en la de mayor altura construyeron el conjunto palaciego más significativo y de mayores dimensiones que sirvió de asiento a la familia reinante.


Hagamos un recorrido de esta ciudad indígena en su momento de mayor esplendor, cuando fue, seguramente, el centro político y económico más importante en el norte del actual estado de Veracruz, extendiéndose hasta las áreas colindantes de la Sierra de Puebla, donde se han explorado y reconstruido las ruinas de otra importante capital nativa, Yohualichan, cuya característica arquitectónica incluye también nichos, taludes y cornisas, que la relacionan sin lugar a dudas con El Tajín.


Por el sur, después de cruzar los campos de cultivo y las numerosas chozas de los agricultores, el visitante de aquellos tiempos llegaba a los puestos de control, donde los guardias de feroz aspecto y mirada inquisitiva averiguaban los motivos de la visita; y si el paso era franco, entraba uno de lleno a una amplia plaza, la del Arroyo, que estaba limitada en sus cuatro costados por basamentos piramidales, los del este y el oeste eran de planta rectangular y sustentaban cada uno tres templos.


La plaza del Arroyo era utilizada para la instalación del mercado; ahí, protegidos por toldos de tela, los comerciantes (tanto locales como los que provenían de lejanas regiones) ofrecían innumerables productos: frutas de la región, cacao y especialmente la olorosa vainilla, que es una orquídea originaria de esta región y que hizo famosos a los totonacos. También estaban los que traían pieles de jaguar y de venado, los que habían capturado aves exóticas, como el papagayo y la guacamaya, o los que ofrecían las deslumbrantes plumas del quetzal. Entre la multitud de productos del mercado, además de los diversos animales del centro de México y de las regiones sureñas, se podían encontrar también esclavos que después se sacrificarían en honor de las deidades.


Desde el inicio de la visita a la ciudad, a un lado de la plaza del Arroyo, se hallaba una gran cancha del juego de pelota, y después de cruzar el bullicioso mercado se ubicaban otras tres canchas de este vistoso juego ritual; tales conjuntos se caracterizaban porque en las esquinas de los taludes que enmarcaban la entrecalle se podían observar cabezas de serpientes emplumadas con individuos que emergen de sus fauces, lo cual indica que este juego tenía una estrecha relación con el culto a Quetzalcóatl.


Conforme se avanzaba hacia el centro de la urbe, destacaba a lo lejos la plaza principal, donde se levantaba la Pirámide de los Nichos, dedicada al sol cuyo movimiento producía la sucesión del día y la noche, completando el ciclo anual de los 365 días que integran el calendario; éste era el número exacto de los nichos presentes en la pirámide.


Antes de llegar a esta plaza, llamaban la atención los seis paneles de la más famosa cancha de juego de El Tajín, ubicados en los extremos y en el centro de la entrecalle de la cancha, y que mostraban los ritos tal y como debían llevarse a efecto para lograr el feliz cumplimiento del ciclo vital que los dioses habían creado al principio de la existencia. El primer relieve describe la preparación de la gran ceremonia, cuando los jugadores se ataviaban elegantemente, auxiliados por sus ayudantes. A continuación se recreaba el destino de aquel que ofrendaba su vida en la ceremonia, cuando se transformaba en águila, el ave solar.


En la tercera escena se evoca el enfrentamiento de dos jugadores en medio del edificio sagrado: ahí los tenemos retándose, y su símbolo es el movimiento, la unión de los contrarios. El final del juego se representa en el cuarto panel, cuando el jugador que ha realizado el movimiento contrario al destino del sol es decapitado y su sangre se vierte en la tierra sagrada, y la vida y la muerte se ligan en aquel juego ritual.


Las dos últimas escenas tienen que ver con la fecundación de los líquidos sagrados; en una se alude al cultivo del maguey y al procesamiento del pulque, cuya celebración se realiza en el templo de los ritos acuáticos, donde se sacrifica a un individuo en posición recostada; en la otra escena, el dios de la lluvia se autosacrifica, y en el templo acuático participa un sacerdote con disfraz de un pez.


Los pasos del viajero lo conducían luego a la plaza de la Pirámide de los Nichos, desde donde podía contemplar la celebración de un complejo rito por medio del cual se agradecían los beneficios que el hombre recibía del cotidiano transcurrir del sol, que enviaba sus renovadores rayos a la tierra, propiciando el crecimiento de las plantas y la unión del calor que representaba el elemento masculino con la tierra, la eterna femineidad.


La ceremonia más vistosa era la de los voladores, que disfrazados de águila subían a un gran tronco alisado, y desde su cúspide, con los pies atados con una cuerda, descendían girando mientras otro danzante, desafiando el equilibrio, tocaba melodiosas tonadas con su flauta.


Finalmente, el sol-águila bajaba a la tierra, cumpliendo su sagrada misión.


El control de los guerreros impedía que los visitantes no autorizados ascendieran a las terrazas donde se hallaban las habitaciones de los jerarcas, de los grandes sacerdotes y de los ricos comerciantes. Algunos de los palacios contaban con dos niveles, con la sala de recepción en la planta baja y las habitaciones de la familia en la parte superior. Algunos de estos cuartos, por su carácter privilegiado, estuvieron estucados, modelando columnillas y otros elementos arquitectónicos, y algunos de ellos se decoraron con pinturas de animales mitológicos y otros elementos simbólicos utilizando pigmentos de origen mineral, lo que daba un vivo colorido a las habitaciones.


Otros palacios recreaban la forma del universo, edificando cuartos en las cuatro esquinas de la construcción, y al centro, sobre una plataforma, la capilla particular. Para las tardes calurosas, los nobles que habitaban esta sección de la ciudad, que los arqueólogos llamaron El Tajín Chico, podían disfrutar del paisaje y refrescarse con la brisa, aposentándose en elegantes verandas hechas con delgadas columnillas que aligeraban la construcción y permitían el paso del aire por todos lados. Más aún, algunos de los palacios de El Tajín Chico tenían ventanas para el mismo efecto, elemento que prácticamente fue desconocido por los constructores indígenas de Mesoamérica.


Las familias de los gobernantes que por muchos años dirigieron los destinos de El Tajín habitaban un osten­toso palacio, con un amplio patio y habitaciones alrededor, construido en la parte más alta de la ciudad, que se identificaba por las enormes columnas de su vestíbulo principal, en donde, mediante hermosos relieves, se relataban las conquistas del señor Trece Conejo, cuya imagen lo mostraba sentado frente a su pueblo.


Aquellos visitantes que no tenían acceso al área palaciega podían concluir el recorrido por la sección central de la ciudad, admirando la peculiar construcción que adopta la forma de una Xicalcoliuhqui monumental, integrando una plaza interna con dos canchas de juego de pelota dentro de ella; esta greca escalonada estaba presente también como decoración alterna junto a los nichos, y exaltaba el movimiento de la serpiente sagrada, porque la construcción misma de El Tajín celebraba la existencia de Quetzalcóatl y los beneficios de sus acciones creadoras con la humanidad.

( Por: Felipe Sol/Revista México desconocido)

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