Lo que escondía el inesperado asesinato de Sisí Emperatriz, «la mujer más querida del mundo»

Grabado que reproduce el asesinato de Sisí Emperatriz a manos de Luigi Lucheni
Grabado que reproduce el asesinato de Sisí Emperatriz a manos de Luigi Lucheni
El 10 de septiembre de 1898, el exsoldado y desconocido anarquista Luigi Lucheni sorprendía en Ginebra a Isabel de Austria, una de las más mujeres más poderosas y famosas del planeta a finales del siglo XIX
Abc

«Está tan cerca de Sisí que la ve parpadear con la expresión asustada de un animal perseguido. Y eso es lo que es, por supuesto: una presa. No solo la persigue él, sino todo el mundo. Ella, como él, es una corredora. Se ha pasado la vida acosada y perseguida, desgarrada y recompuesta de nuevo, asumiendo la identidad que la gente necesitaba ver en ella. Su forma de aferrar la sombrilla, que lleva inclinada a un lado, le indica que es más una protección contra las miradas y las palabras de la gente que contra los tibios rayos del sol. Para él, esa sombrilla puede suponer un problema.

Se coloca detrás de ella y la sangre se acelera en sus venas, su cuerpo se llena de una emoción y una euforia embriagadoras. A varios cientos de metros de allí, el barco de vapor la espera flotando en el cercano embarcadero. Introduce la mano en el bolsillo y sus dedos rozan la hoja, la acarician con ternura, como acariciaria la mejilla de un bebé. Es muy pequeña, apenas mide diez centímetros. Sin embargo, sabe que con ese diminuto estilete su destino quedará ligado al de la emperatriz Isabel, la mujer más hermosa y más querida del mundo. Todos aquellos que la aman tendrán que recordarlo a él también».

Con estos dos párrafos arrancaba Allison Pataky su último bestseller sobre Sisí Emperatriz – «Sissi, emperatriz rebelde» (Grijalbo, 2017)–. La famosa escritora y periodista de «The New York Times» se metía por un momento en la mente de Luigi Lucheni, el anarquista italiano que asesinó en Ginebra, el 10 de septiembre de 1898, a «la víctima coronada», tal y como la calificaba «Blanco y Negro» una semana después del magnicidio. Pero, ¿quién era este criminal cuyo nombre no trascendió como el de su famosa víctima? ¿Qué le llevó a idear y perpetrar el que fue uno de los crímenes más famosos de los siglos XIX y XX, a la altura de otros como el de Kennedy en 1963 y el del archiduque Francisco Fernando de Austria en 1914?

«Crímenes del anarquismo»

Lucheni había nacido en París el 22 de abril de 1873, 25 años antes de que le diera por perpetrar aquel crimen que sacudió al mundo en 1898, el mismo año de la pérdida de las últimas colonias de ultramar por parte de España y el fin de su imperio. Un asesinato que fue cubierto extensamente por la prensa contemporánea, como es el caso de la mencionada revista fundada por Torcuato Luca de Tena en 1891: «Cuando se pensaba en los crímenes del anarquismo y se tomaban precauciones para proteger a las personalidades ilustres que la infame secta amenaza, nadie podía imaginar que la nueva víctima sería una señora anciana, completamente alejada de los negocios públicos y doblemente respetada […]. Pero en uno de los viajes la ha sorprendido el infame asesino que, asestándola un rudo golpe, ha puesto fin a su vida. Había llegado para ella el reposo eterno por el camino del martirio».

Lucheni acentuó el mito de la consorte del emperador Francisco José I con su puñalada. Acababa de matar a una de las mujeres más poderosas del planeta, a la emperatriz de Austria y Reina consorte de Hungría, entre otros muchos títulos inherentes a la casa que dominaba el gran Imperio Austrohúngaro. La huella que dejó Isabel de Austria, como se llamaba en realidad, fue tan honda que, en el centenario de su asesinato en 1998, se montaron innumerables exposiciones, retrospectivas y atracciones turísticas que atrajeron a Austria a centenares de miles de turistas. Y según los sondeos de opinión, Sisí es hoy el personaje más célebre del país, junto a Mozart. Algo a lo que contribuyeron también las películas protagonizadas en los años 50 por actrices como Romy Schneider y Ava Gadner.

¿Cómo pudo un pobre hombre como Lucheni acabar con la mujer del emperador? Él, un simple obrero desencantado que había nacido en París de una madre sin recursos y menor de edad que, además, la abandonó siendo un niño. Creció sin amor, cambiando continuamente de orfanato y pasando por varias casas de familiares lejanos que no le querían. Cuando cumplió diez años empezó a trabajar en condiciones casi esclavistas allá donde podía. No parecía haber futuro para él en Francia y acabó emigrando a Suiza para trabajar en la construcción.

La semilla del odio

A los 23 años se enroló en el Ejército italiano para la campaña de Abisinia. Allí encontró la esperanza con varios ascensos a consecuencia del valor demostrado en el campo de batalla. Algunos meses antes de licenciarse, el soldado tenía motivos para esperar la gratitud del Estado para con uno de sus mejores veteranos. Sus tres años y medio de servicio le daban derecho a solicitar un empleo del Gobierno y cursó una solicitud como guardián de prisiones. No encontró respuesta y reiteró su solicitud por segunda vez. Y una tercera. A cada tentativa, un nuevo papel timbrado para cuya compra tenía que privarse del tabaco… y nada. Esa decepción fue la que hizo germinar en él la semilla del odio.

Embarcó en Génova y se fue a Menton (Francia). Luego se mudó a Ventimiglia, de nuevo en Italia. Y como no tenía dinero para coger un tren, llegó a Turín andando, en donde pasó varias noches en un refugio para mendigos antes de continuar su camino hasta Suiza. Cuando recordaba su heroico pasado como voluntario del Ejército y no veía ninguna recompensa por ello, crecía su deseo de venganza. Un sentimiento sin duda alimentado por la pobreza que veía a su alrededor y el anarquismo que había impregnado en él. En esa época, según cuenta Gonzalo Ugidos en «Grandes venganzas de la Historia: El verdadero conde de Monte Cristo y otros ajustes de cuentas memorables», llegó a decirle a un amigo cercano: «Me gustaría matar a alguien, pero tendría que ser alguien muy importante para que hablaran de mí los periódicos».

El primero en el que pensó fue el Rey Humberto I, sobre todo después de la tremenda represión que había ordenado contra los obreros en Milán en mayo de 1898. Lucheni juró venganza contra la Monarquía italiana por aquellos más de cien muertos y un número mucho mayor de heridos, pero pronto se topó con la cruda realidad: no contaba con el dinero suficiente como para viajar para cometer su crimen. Solo ganaba el dinero suficiente como para sobrevivir y pasar hambre. Los obreros como él ni tan siquiera tenían derecho a atención médica, mientras veía a su alrededor el lujo y la ostentación de la que hacían gala los personajes de la nobleza que, como Sisí, acudían a Suiza para pasar largas temporadas de diversión y descanso.

La llegada de Sisí

Después pensó en el príncipe de Orleans, pero abandonó también la idea porque había dejado Ginebra para marcharse a París. El 8 de septiembre de 1898, vagando por la ciudad suiza, Lucheni se encontró con un viejo compañero del Ejército que le reveló la llegada de la emperatriz esa misma tarde. Sisí había sido invitada por la famosa familia Rothschild y aceptó encantada con tal de salir del área de influencia de su nada flexible marido en Viena. La emperatriz no soportaba el protocolo distante y frío de la corte y tampoco se entendía con su suegra, por lo que aprendió a rebelarse y a huir de su jaula de oro emprendiendo numerosos viajes como ese.

Un buen ejemplo que refleja ese ambiente se produjo ya en la primera cena de la emperatriz en el famoso Palacio de Hofburg de Viena muchos años atrás. En aquel primer acto oficial su comportamiento fue calificado de «inapropiado» y causó un gran revuelo en la casa imperial. En aquella velada Sisí pidió cerveza en lugar de vino y después se quitó los guantes para coger los cubiertos, ante el asombro de los comensales. Su suegra, Sofía de Baviera, la reprendió con estas duras palabras que recoge la escritora y periodista Cristina Morató en «Reinas Malditas» (Plaza & Janés, 2014): «Has escandalizado a todo el mundo comportándote como una lugareña bávara. Los guantes están prescritos por la etiqueta y la cerveza no es bebida para una emperatriz, por lo menos en público. No es correcto reír para una emperatriz, debe limitarse a sonreír, tanto si se divierte como si se aburre». Pero la respuesta de Sisí fue tajante: «Si no me quiere tal y como soy, lo siento mucho, pero no voy a cambiar».

Sisí llegó a Ginebra el 8 de septiembre de 1898 acompañada de un séquito formado por una docena de personas entre secretarios, chambelanes, militares y camaristas. A las 18.00 horas ocupó su lujosa habitación en el Grand Hotel Beau-Rivage, bajo el nombre de la condesa Hohenems con el objetivo de intentar pasar desapercibida. El día 10, cuando este séquito ya se había marchado de Ginebra, la emperatriz salió a dar un paseo con la condesa Irma Sztaray para hacer unas compras en una tienda música. Llevaba ya dos días cuando el anuncio de visita se publicó en la prensa aquella mañana, pero Lucheni ya lo sabía con antelación. Ambas volvieron al hotel y salieron definitivamente diez minutos después, a las 13.25, para embarcar en el muelle de Paquis.

Iban con un poco de prisa, pues tenían el tiempo justo para llegar al barco con el que la emperatriz debía abandonar Ginebra, pero Lucheni y todo su odio la estaban esperando en la puerta del hotel con un sencillo estilete fabricado por él mismo. Era, en realidad, un trozo de alambre grueso y afilado con un mango tosco, ya que no tenía dinero ni para comprar un cuchillo. Primero la vio en la entrada: el dueño del hotel y el servicio la despedían con grandes reverencias. Sisí y su acompañante tenían que apresurarse para llegar al lago y enfilar el embarcadero. Lucheni la vio cruzar después la calle con un vestido negro y un velo de gasa negra oscureciéndole el rostro. Al llegar a la altura del Hotel de la Paix, nuestro protagonista, que estaba a unos cien metros, corrió hacia ellas. Cuando le vieron llegar, ambas se apartaron como para no bloquear su paso, pero él se abalanzó contra la emperatriz, que llevaba también una sombrilla y un abanico para evitar que la reconocieran.

En este momento, las versiones de lo ocurrido son varias. Gonzalo Ugidos, en «Grandes venganzas de la Historia», cuenta que Lucheni le clavó el estilete y, antes de continuar corriendo, le dijo: «Los que no trabajan, no comen». Otro relato asegura que, antes de atacarla, nuestro protagonista le levantó ligeramente la sombrilla. Según explicó en la comisaría después: «Tenía que asegurarme de que era ella, no hubiera podido soportar matar a una criada inocente». Otros dicen que salió corriendo sin decir nada.

Como consecuencia del golpe, Sisí Emperatriz cayó al suelo, pero se incorporó rápidamente como si nada. Solo estaba un poco aturdida, pero pudo continuar su camino hast el barco. Una vez a bordo, empezó a marearse sin saber qué le pasaba, puesto que la nave estaba prácticamente quieta. Entonces se desabrochó el vestido para respirar mejor y descubrió que había sido apuñalada por aquel hombre a la altura del corazón. A los pocos minutos, se desmayó.

Cadena perpetua

En su huida, Lucheni se topó con un oficial de Policía en una de las calles cercanas. Al verle correr, el agente le tomó por un ladrón y extendió el brazo para frenarle el paso cuando por su lado. Tras caer al suelo, lo redujo con la ayuda de otros tres hombres y lo trasladó a la comisaría que había cerca del muelle. Una vez allí, supo por boca de uno de los guardias que la emperatriz había muerto. El estilete, al parecer, le había alcanzado el miocardio. Lo único que se le ocurrió decir fue: «Tanto mejor. No hay más remedio que entregar el alma cuando te atacan con una arma como la mía». Y cuando en fiscal le preguntó la razón de su crimen, su respuesta fue: «Esas gentes me robaron la felicidad».

La conmoción en el Imperio y en toda Europa fue tremenda. La mayoría de los periódicos amanecieron con un borde negro en señal de duelo. El cadáver de Sisí fue trasladado a Viena, donde el cortejo fúnebre la llevó el 17 de septiembre de 1898 a la tumba de los Capuchinos. Lucheni, por su parte, fue condenado a cadena perpetua por asesinato con premeditación y alevosía. El día 11, periódicos españoles como «La Correspondencia de España» y «El Siglo Futuro» ya daban la noticia de la muerte. En la edición del 14 de septiembre de 1898, este último se recogía la carta que el emperador Francisco José I había dirigido a los austriacos con motivo del asesinato: «Por la más cruel y dolorosa de la noticias acabamos de pasar mi casa y yo. Mi esposa, el más preciado ornato de mi trono, la compañera que fue siempre el apoyo y el consuelo de las horas más tristes de mi vida, no existe ya. Un tremendo golpe de la suerte acaba de arrebatarla a mis pueblos y a mí. Una mano criminal, el instrumento del más loco de los fanatismos se ha alzado sobre la más noble de las mujeres y, en su odio ciego y estúpido, ha herido un corazón para el cual fue siempre desconocido el odio».

Lucheni exigió la pena de muerte con el fin de tener un último momento de protagonismo bajo la guillotina y agrandar su leyenda, así como la lista de mártires del anarquismo, pero en Austria esa pena no estaba contemplada por la ley. Entonces pidió su extradición a Italia, donde esta si era legal, pero nunca fue admitida. El 19 de octubre de 1910, más de una década después de su momento de gloria, Luigi Lucheni apareció colgado en su celda con su propio cinturón.

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