Mensaje del Obispo de Tuxpan: El cordero de Dios que quita el pecado del mundo

 

Al entrar de lleno en el tiempo ordinario, la liturgia nos señala que Cristo es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Esta frase es rica en resonancias bíblicas: el cordero pascual de la liberación de Egipto; los sacrificios de corderos en el templo de Jerusalén.

Con la muerte de Jesús queda perdonado el pecado del pueblo israelita y el pecado de la humanidad. Se restaura el hombre a su imagen original, reflejo de Dios y llamado a la santidad. Por ello se reconoce que somos “los consagrados por Jesucristo, somos el pueblo santo que él llamó”. (2ª Lect).

La expresión Cordero de Dios, aplicada a Cristo, ha sido asumida por la Iglesia en la liturgia, que la repite cinco veces en la celebración eucarística. La quinta vez, antes de la comunión del cuerpo y la sangre del Señor, para indicar que quién se une a Cristo reconoce y asume también su condición de cordero sacrificial que expía y borra el pecado del mundo.

Cristo ha venido a borrar el pecado del mundo, que es una realidad entre nosotros; dentro de cada uno, y en la sociedad toda. Fuimos redimidos y llamados a vivir la santidad de los hijos de Dios, como consagrados y liberados por Cristo; pero no somos impecables. El mal está en medio de nosotros, aunque a nivel de calle no se hable de ello, porque a muchos les parece un lenguaje fuera de tiempo.

Basta mirar la realidad para descubrir situaciones de pobreza y miseria, de hambre e incultura, de corrupción y violencia, de marginación, sufrimiento y muerte; situaciones que manifiestan injusticia, mentira y pecado. En el plano personal vemos soberbia, avaricia, lujuria, envidia, afán desmedido de tener, de placer y se dominio; pero también hay odio, rivalidad y venganzas.

Con San Pablo decimos: ¡pobres de nosotros! ¿Quién nos librará de esta realidad de pecado que nos lleva a la muerte personal y a la destrucción entre los humanos? ¿Cómo podremos luchar en contra del mal y vencerlo en nosotros mismos, en la familia, en la vida y en el mundo que nos rodea?

La esperanza es Jesús el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El es nuestra victoria, nuestra liberación y nuestra paz. Por Cristo y con él somos capaces de vencer el mal y el pecado, y de construir el bien, el Reino de Dios y su justicia en el mundo que vivimos.

La Iglesia y la comunidad cristiana, han de continuar la obra de salvación de Cristo y ser, como él, luz de los pueblos, signo e instrumento del amor redentor de Cristo en el mundo de hoy. Ser cristiano hoy es ser testigo entre los hombres de nuestra fe en Jesucristo resucitado, salvador del mundo.

 

+ Juan Navarro Castellanos

Obispo de Tuxpan

El cordero de Dios que quita el pecado del mundo

Las lecturas de este domingo se refieren al testimonio sobre Jesucristo. Al aval de Dios a favor de su Siervo como luz de las naciones y portavoz de la salvación universal, y a la confesión de Pablo que se proclama apóstol de Jesucristo; se suma el espléndido testimonio de Juan el Bautista sobre Jesús como “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.

El texto que leemos en la 1ª. lectura es parte del 2º. Cántico del Siervo (Is 49,1–50,7), que identifica al pueblo de Israel como el servidor de Dios; este Israel no representa la totalidad del pueblo de Dios, sino tal vez, se refiera a aquella pequeña comunidad creyente desterrada en Babilonia, a ese grupo reducido que mantiene viva la esperanza y la fe.

Ese grupo que, a pesar de estar lejos de su tierra, mantiene su confianza en Yahvé es el que traerá la salvación a todo el pueblo de Israel y al mundo, pues Dios ha puesto sus ojos en él y le ha asignado la misión de expresar a toda la creación su deseo más profundo: salvar a todos sin excepción. El profeta que escribe este cántico marca una gran diferencia en cuanto a la comprensión de la salvación prometida por Yahvé; siendo el tiempo del exilio, el profeta anuncia una salvación para todas las naciones, no únicamente para el pueblo de Israel.

Pablo (1Cor 1,1-3) inicia su carta confirmando la universalidad del Reino de Dios; expresando que el mensaje de salvación es para todos los que en cualquier lugar -y tiempo- invocan el nombre de Jesucristo. Este saludo es dirigido a los cristianos de Corinto; sin embargo, por la manera solemne en que Pablo escribe, se puede afirmar que el apóstol se está refiriendo a la única y universal Iglesia de Cristo, que se hace presente históricamente en los creyentes de Corinto.

Es decir que, aunque Pablo escriba de manera particular a esta comunidad, su mensaje desborda los límites de espacio y tiempo, adquiriendo en todo momento actualidad y relevancia, pues es una Palabra dirigida a la humanidad entera.

Hombres y mujeres hemos recibido la gracia de ser hijos de Dios, por medio de Jesús; hemos sido consagrados por Dios para realizar en nuestras vidas la “vocación santa”, que en nuestro lenguaje correspondería a la “misión” de hacer presente, aquí y ahora, el reino de Dios: hacer de este mundo un lugar más justo y solidario, menos violento y destructor, más libre y fraterno. Quien asume como modo normal de vida este horizonte liberador está invocando el nombre de Jesús.

El evangelio de Juan (1 ,29-34) manifiesta la universalidad de la salvación de Dios, por medio de la vida y misión de Jesús de Nazaret, visto éste como cordero de Dios, que se sacrifica, se entrega obedientemente a la voluntad del Padre para salvar de la muerte (del pecado) a toda la Humanidad…

Jesús es el enviado del Padre, el ungido por el Espíritu de Dios, el servidor de Yahvé del profeta Isaías (49,3) que tiene como especial misión establecer en el mundo la justicia del reino; es quien verdaderamente trae la salvación de Dios a la humanidad. Juan el Bautista ya había comprendido su propia misión y la misión de Jesús; por tal razón el profeta del desierto dice que detrás de él viene alguien más importante que él, pues el que viene es el Mesías, una Palabra nueva de Dios para el mundo.

El Bautista reconoce a Jesús como el Hijo de Dios, y por eso da testimonio de él. Y lo hace -lo recoge así el evangelio de Juan-, con las imágenes de aquel tiempo, unas imágenes que hace mucho tiempo se quedaron sin base y que han perdido incluso parte de su inteligibilidad.

El texto del evangelio de hoy contiene el segundo testimonio del Bautista, por reconocer a Jesús como el mesías anunciado desde la antigüedad y también lo reconoce como el Hijo de Dios que estaba a punto de iniciar su vida apostólica. Este testimonio tiene dos puntos clave:

1) Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Esta frase es rica en resonancias bíblicas, con referencias en primer lugar, al cordero pascual de la liberación de Egipto, y también a los sacrificios habituales de corderos en el templo de Jerusalén para expiación de los pecados del pueblo. De ese modo se da a entender que con la muerte expiatoria de Jesús queda saldado no sólo el pecado del pueblo israelita, sino también el pecado de la humanidad entera. Y se restaura el hombre a su imagen original, reflejo de Dios y llamado a la santidad. Por ello se reconoce que somos “los consagrados por Jesucristo, el pueblo santo que él llamó”. (2ª Lect).

Cordero de Dios es una expresión del contexto cultural de aquellos tiempos y es un título mesiánico de Jesús, en base al cuarto canto del Siervo del Señor, cuyos sufrimientos y pasión describe el profeta Isaías: “Era llevado como un cordero al matadero” (Is 53, 7). La expresión, aplicada a Cristo, ha sido asumida por la Iglesia en la liturgia, que la repite cinco veces en la celebración eucarística. La quinta vez, antes de la comunión del cuerpo y la sangre del Señor, como buscando indicar que el que se une a Cristo reconoce y asume también su condición de cordero sacrificial que expía y borra el pecado del mundo.

2) “Yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. Tenemos aquí el segundo momento cumbre del testimonio de Juan: No es fácil que el Bautista hablara así. Esta es la relación del evangelista Juan, un teólogo autor del cuarto evangelio, que expresa la confesión de fe cristiana de la primitiva comunidad eclesial. Se trata de una confesión pos-pascual, después de que fue revelado en plenitud el acontecimiento salvador de Cristo, muerto y resucitado para la salvación del género humano.

Cristo ha venido a borrar el pecado del mundo. Desgraciadamente el pecado es una realidad omnipresente entre nosotros; dentro de cada uno, hoy y ayer y siempre. Ciertamente ya fuimos redimidos y llamados a vivir la santidad de los hijos de Dios, a vivir como consagrados y liberados por Cristo; pero no hemos sido hechos impecables. El mal está en medio de nosotros, aunque a nivel de calle no se hable ya de “pecado”, porque a muchos les parece un lenguaje fuera de tiempo.

Basta mirar la realidad para descubrir situaciones de pobreza y miseria, de hambre e incultura, de corrupción y violencia, de marginación, sufrimiento y muerte; es una situación que manifiesta injusticia y pecado. En el plano personal vemos soberbia, avaricia, lujuria, envidia, ansia de dominio, odio, rivalidad y venganzas. Con San Pablo decimos: ¡pobres de nosotros! ¿Quién nos librará de esta realidad de pecado que nos lleva a la muerte personal y a la destrucción mutua? ¿Cómo luchar en contra del mal y vencerlo personal y socialmente?

La esperanza es Jesús el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El es nuestra victoria, nuestra liberación y nuestra paz. Por Cristo y con él somos capaces de vencer el pecado cada día y construir el Reino de Dios y su justicia en el mundo en que vivimos. Como individuos y como comunidad de bautizados hemos recibido una misión para dar testimonio como personas y como grupo de creyentes en Cristo.

La Iglesia ha de continuar la obra de salvación de Cristo y ser, como él, luz de los pueblos, signo e instrumento del amor redentor de Cristo en el mundo de hoy. Ser cristiano hoy es ser testigo, entre los hombres, de nuestra fe en Jesucristo resucitado, salvador del mundo.

 

 

 

 

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