Mensaje del Obispo de Tuxpan: La transfiguración del Señor

 

En el camino hacia Jerusalén, en el camino de su Pasión, Jesús protagoniza un episodio especial: subió a la montaña con tres de sus discípulos, Pedro, Santiago y Juan, y se transfiguró ante ellos.

Un momento luminoso, en el que todo se ve claro, y en el que uno (como lo expresan las palabras de Pedro) quisiera permanecer para siempre.

Posiblemente todos hemos tenido en nuestra vida muchos momentos de luz, de armonía, de éxito; momentos de felicidad. Esto sucede en experiencias de fe y espiritualidad, pero igual en nuestra relación con los demás, en el trabajo y otros momentos.

Y por supuesto que a nosotros nos gustaría también hacer una tienda para permanecer por siempre en esa situación de felicidad, de claridad y de luz. En la vida diaria tenemos momentos de luz, de éxito de plenitud, que Dios nos concede y que nosotros también hemos de ir generando con humildad y confianza, ayudados por su gracia, para nuestro crecimiento y nuestra felicidad.

Pero estas experiencias de luz no duran para siempre. Tienen la finalidad de fortalecernos y ayudarnos a resistir en los momentos de dificultad, que siempre se dan también en la vida, en los distintos aspectos: en nuestra relación con los demás, en el trabajo, en la vida de fe.

La montaña es lugar de manifestación de Dios. Como lo fue el monte Sinaí, y en el relato de hoy lo es el monte Tabor; al final de la Cuaresma entrará en escena el calvario o “monte de la calavera”. No todas las manifestaciones de Dios son igualmente felices y fáciles de aceptar. Pero los momentos de luz se nos dan, precisamente, para permanecer fieles cuando las cosas se ponen feas.

La subida al monte de la Transfiguración se produce de camino a Jerusalén, donde Jesús deberá subir a otro monte y ser glorificado de otra manera. “No cuenten a nadie la visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”; esta última frase del Evangelio que hemos escuchado nos da la clave de comprensión de esta experiencia extraordinaria.

Cuando el creyente se detiene a escuchar en silencio a Jesús, en su interior escucha algo como esto: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón”

 

+ Juan Navarro Castellanos

Obispo de Tuxpan

Transfiguración del Señor

Las Lecturas de este Segundo Domingo de Cuaresma nos hablan de nuestra respuesta al llamado que Dios nos hace a cada uno de nosotros … y cuál es nuestra meta, si respondemos al llamado del Señor.

En la Primera Lectura (Gn. 12, 1-4a) se nos habla de Abraham, nuestro padre en la fe.  Y así consideramos a Abraham, pues su característica principal fue una fe a toda prueba.  Y esa fe lo llevaba a tener una confianza absoluta en los planes de Dios y hacer su voluntad. Dios dijo a Abraham: “Deja tu país y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”.

Y Abraham sale sin saber a dónde. Va a una tierra que no sabe dónde queda y no sabe siquiera cómo se llama.  Deja todo, renuncia a todo:  patria, casa, familia, estabilidad, etc.  Da un salto en el vacío en obediencia a Dios.  Confía absolutamente en Dios y se deja guiar paso a paso por El.  Abraham sabe que su vida la rige Dios, y no él mismo.  Dios le exigió mucho a Abraham, pero a la vez le promete que será bendecido, será padre de un gran pueblo.

En la Segunda Lectura (2 Tim. 1, 8-10) leemos a San Pablo insistiendo en el llamado que Dios nos hace: “Dios nos ha llamado a que le consagremos nuestra vida”; que le entreguemos lo que somos y lo que tenemos, pues todo nos viene de él.  Y nos dice Pablo que Dios nos llama, no por nuestras buenas obras, sino porque él lo dispone gratis, sin merecerlo nosotros.  Si Abraham respondió con tanta confianza al llamado de Dios, un Dios desconocido -pues Abraham pertenecía a una tribu idólatra- ¡cómo no debemos responder nosotros que si hemos conocido a Cristo!

El Evangelio (Mt. 17, 1-9) nos relata la Transfiguración del Señor ante Pedro, Santiago y Juan.  Jesús los lleva al Monte Tabor y les muestra algo de su divinidad. Quedan extasiados al ver “el rostro de Cristo resplandeciente como el sol y sus vestiduras blancas como la nieve”. Este evento tiene lugar unos pocos días después del anuncio que Cristo les había hecho de que tendría que morir y sufrir mucho antes de su muerte.  Jesús quería que esta vivencia de su gloria fortaleciera la fe de los Apóstoles. 

Ellos habían quedado muy turbados al conocer que el Señor sería entregado a las autoridades y que sería condenado a muerte… Y que luego resucitaría. Tanta relación tiene la Transfiguración del Señor con su Pasión y Muerte que, en Lucas, se ve a Moisés y Elías “resplandecientes, hablando con Jesús de su muerte que debía cumplirse en Jerusalén” (Lc. 9, 31).

Con esto, Jesucristo quiere decirle a los Apóstoles que han tenido la gracia de verlo en el esplendor de su Divinidad, que ni El -ni ellos- podrán llegar a la gloria de la Transfiguración -a la gloria de la Resurrección- sin pasar por la entrega absoluta de su vida, sin pasar por el sufrimiento y el dolor.  Así se los dijo en el anuncio previo a su Transfiguración sobre su Pasión y Muerte: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga.  Pues el que quiera asegurar su propia vida la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará” (Mt. 16, 24-25).

Esa renuncia a uno mismo fue lo que Dios pidió a Abraham … y Abraham dejó todo y respondió sin titubeos y sin remilgos, sin contra-marchas y sin mirar a atrás.  Esa renuncia a nosotros mismos es lo que nos pide hoy el Señor para poder llegar a la gloria de la Resurrección.   No hay resurrección sin muerte a uno mismo y tampoco sin la cruz de la entrega absoluta a la Voluntad de Dios.  A eso se refiere el “perder la vida por mí”, que nos pide el Señor.  Y recordemos lo que El mismo nos advierte:  el que quiera asegurar lo que cree que es su propia vida, terminará por perderla, pero el que pierda por Mí eso que considera su propia vida, podrá entonces hallarla. 

Recordemos, también, que la resurrección y la gloria del Cielo es la meta de todo cristiano. En la 1ª. Primera Comunión aprendimos que fuimos creados para conocer, amar y servir a Dios en esta vida, y gozar de él en el Cielo. Esa gloria la vemos en la Transfiguración.

¿Cómo puede ser que Jesús era como un hombre cualquiera y a veces mostraba su divinidad?  La teología nos dice que el alma de Jesús, unida personalmente al Verbo -que es Dios (Jn. 1, 1)-, gozaba de la Visión Beatífica, lo cual tiene como efecto la glorificación del cuerpo.  Pero esa glorificación corporal no se manifestaba en Jesús de ordinario, porque Jesús quiso asemejarse a nosotros lo más posible.  La Transfiguración fue, entonces, uno de esos pocos momentos privilegiados en que Jesús mostró parte de su gloria.

La gloria es el fruto de la Gracia.  Y Jesús es la Gracia misma.  Jesús posee la Gracia en forma infinita y eso se traduce en una gloria infinita. Esa gloria infinita transfigura totalmente la carne que recibió al hacerse humano, como nosotros. ¿Pero tiene esta explicación algún sentido para nuestra vida espiritual, alguna aplicación práctica?  Sí la tiene.  Veamos …

En nosotros sucede algo semejante.  La gracia nos transforma. Esto lo trata San Pablo (2 Cor. 3, 12-18) cuando nos habla del velo con que Moisés se cubría la cara después de estar en la presencia de Dios (Ex. 34, 35).  Mientras la Gracia nos transfigura con la luz que le es propia, como sucedía a Moisés al estar delante de Dios, el pecado nos desfigura con la oscuridad y tinieblas, propias del pecado y del demonio (Jn. 1, 5; 3, 19; Hech. 26, 18).

Y es audaz San Pablo al afirmar que él y los cristianos que habían recibido la Gracia no tenían que andar con el rostro cubierto como Moisés, sino que “reflejamos, como en un espejo, la Gloria del Señor, y nos vamos transformando en imagen suya, más y más resplandecientes, por la acción del Señor”. (2 Cor 3, 18).

Esa es la acción de la Gracia, de la vida de Dios en nosotros:  luz, vida, resplandor. La Gracia Divina nos va haciendo imagen de Cristo.  De allí la importancia de vivir en Gracia, sin pecado mortal en nuestra alma.  Además, huyendo del pecado y/o arrepintiéndonos en la Confesión Sacramental cada vez que caigamos. 

La Confesión bien hecha, en la que descargamos nuestros pecados graves y no graves, restaura la Gracia.  Y esa Gracia debe ir siempre en aumento:  con la Eucaristía, la oración, las obras buenas, la práctica de las virtudes, etc. Recibimos la gracia en el bautismo y hemos de hacerla crecer, hasta el día en que gocemos de la Visión Beatífica de Dios en el Cielo, donde seremos trasfigurados: “seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es” (1 Jn. 3, 2). En ese momento sí podremos verlo “cara a cara” (1 Cor. 13, 12).

Tan bello y agradable era lo que vivieron los Apóstoles en la Transfiguración, que Pedro le propuso al Señor hacer tres tiendas, para quedarse allí. “¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí!”, dice San Pedro. Así de agradable y de atractiva es la gloria del Cielo, por lo que deseaban quedarse allí para siempre. 

Y eso precisamente nos lo ha prometido el Señor: nos ha prometido la felicidad total y absoluta.  Ese es el gozo del Cielo, que los Apóstoles pudieron vislumbrar en los breves instantes de la Transfiguración del Señor.

La entrega requerida para llegar a esa meta nos la muestra Abraham, padre de los creyentes.  Y nos la muestra, por supuesto, el mismo Jesucristo con su entrega absoluta a la Voluntad del Padre, hasta llegar a la muerte en la cruz, para luego resucitar glorioso y transfigurado.  Y esa resurrección la ha prometido también a todo aquél que cumpla la Voluntad del Padre.  

 

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