El general Bonaparte ya no saldrá de esta roca

El depuesto emperador pasó casi seis años en la remota isla en medio del Atlántico sabiendo que moriría allí
Por Jacinto Atón/El País

El destino quiso que el hombre que había dominado el mundo acabara confinado en un miserable e insalubre peñón, despiadadamente pequeño para su genio. Es fácil ver a Napoleón en Santa Helena como el trágico titán castigado por los dioses a causa de su arrogancia y encadenado a una roca en el sitio más a desmano del mundo, aunque al final lo que le comía el águila de la enfermedad no fuera el hígado sino el estómago. Desde aquí, desde nuestra encerrada cotidianeidad, el depuesto emperador es un caso interesante de cómo afrontar un confinamiento. Muestra de qué manera las rigurosas condiciones del mismo pueden torturar al más preclaro, activo y brillante de los hombres; qué no harán, pues, con nosotros.

Napoleón, puras voluntad y energía, lo probó todo en Santa Helena: se impuso un rígido horario, hizo deporte, leyó mucho, dictó sus memorias -puliendo la imagen que deseaba legar a la posteridad, como anota Jean Tulard en su muy canónica biografía (Crítica 1996)-, plantó un jardín, cabreó a los ingleses, se reconstruyó una corte en miniatura, con sus entretenidas rencillas, discordias e intrigas; ordenó su biblioteca, pasó revista una y otra vez a sus sesenta batallas, sobre todo Waterloo (habría hecho esto, habría hecho lo otro), incluso tuvo una aventura erótica. Hasta hizo testamento, que ya es entretenimiento. Pero aquello no había quién lo aguantara. Cuando has conocido las arenas de Egipto y las nieves de Rusia, cuando la has montado en Arcola, Wagram y Austerlitz, te has hecho coronar por el Papa, has repartido estandartes multitudinariamente en el Campo de Marte y te has llevado a la cama condesas y princesas es fácil aburrirte. Los británicos, pueblo notablemente tacaño a la hora de apreciar el valor de los demás -que el suyo lo valoran estupendamente, qué tíos-, ya sabían lo que hacían enviando a Santa Helena al corso con la idea de deshacerse para siempre de él y fastidiarlo en su línea medular. Si eres un hombre con la imaginación activa, por no decir disparada, de Napoleón -no en balde escogió como emblema imperial las laboriosas abejas-, no hay nada peor que el que te constriñan.

Tras Waterloo no estaba claro que el futuro del emperador fuera a ser tan drástico. Tenía otras opciones. Entre ellas hacer como su hermano José, ex Pepe, e irse de rico plantador a EE UU (el hermanísimo se construyó una mansión en Nueva Jersey, Point Breeze, con jardines y hasta un lago artificial, y se echó una amante estadounidense). Pero como bien dice Andrew Roberts en su estupenda y entretenidísima biografía de Napoleón (Ediciones Palabra, 2016), tras la derrota “Napoleón hizo algo totalmente ajeno a su carácter: dudar”. De haber ido a América, se lamentó más tarde el emperador, “podría haber fundado allí un estado”. No tenía ninguna ruta de escape preparada. Se instaló en Rochefort y fabuló con organizar una flota para burlar el bloqueo británico y convertirse acaso en un imposible Sandokán francés ataviado con su típico uniforme de coronel de los cazadores a caballo de la Guardia. Pero finalmente, antes que caer en manos de los Borbones o los prusianos, que lo habrían ejecutado, se libró a los ingleses, confiando algo inocentemente en que le darían asilo y considerándolos los más poderosos, constantes y “generosos” de sus enemigos. Fue algo inusitadamente ingenuo. Quizá pensaba que los británicos le otorgarían una hacienda en el campo y acabaría como un personaje de Jane Austen, lo que realmente hubiera tenido gracia.

Longwood House, la casa del confinamiento de Napoleón en Santa Helena, en la actualidad.
Longwood House, la casa del confinamiento de Napoleón en Santa Helena, en la actualidad.

El caso es que en julio de 1815 Napoleón embarcó en el navío de su Majestad Bellerophon y zarpó -diciendo adiós para siempre a Francia, aunque él no lo sabía entonces- hacia el país que más le había combatido. Iba de buen humor y se ganó a todo el mundo a bordo. Pero los ingleses no querían a Boney en casa. Estaba demasiado cerca de Francia, lo que no excluía otra fuga, otros cien días, otro Waterloo en un verdadero día de la marmota imperial. Y era además una presencia políticamente incómoda con sus ideas hijas de la Revolución. Así que decidieron enviarlo a Santa Helena, en el Atlántico Sur, que ha sido descrito como “lo más alejado de cualquier sitio que cualquier otro sitio del mundo”, y correr para siempre el telón de sus aventuras. “Pronto será olvidado”, vaticinaron. Anclado el Bellerophon en la costa sur inglesa, su ilustre pasajero, el ogro francés, despertó auténtica expectación y gustó de exhibirse en el puente del navío ante las muchedumbres que se congregaban para verlo. Luego en Plymouth aún se convirtió en una atracción mayor. Pero el 31 de julio, le informaron a Napoleón, a partir de entonces solo “general Bonaparte” y apeado de su título imperial, lo que iba a ser de él. El ex emperador, horrorizado, se puso estupendo, dijo que antes muerto que en Santa Helena, que el clima de la isla le mataría en tres meses y que la decisión iba contra sus derechos individuales, algo que debió dejar estupefacto a Lord Uxbridge, que cojeaba un poco tras perder la pierna de un cañonazo en Waterloo. No consiguió nada, ni amenazando con el suicidio.

Fue trasladado al navío de línea de 80 cañones HMS Northumberland para el viaje, iniciado el 9 de agosto, que duró la friolera de 72 días. Pese al rebote inicial, Napoleón se portó bien en el trayecto, durante el que cumplió 46 años (siempre pensamos que Napoleón era mayor), el 15 de agosto, aunque nunca le gustó el mar (como atestiguan Aboukir y Trafalgar). Llevaba con él un importante séquito en el que solo faltaban húsares, coraceros y unos cuantos grognards (sus fieles veteranos). Había incluso un mameluco, Saint-Denis, llamado Alí. En total eran casi treinta personas, entre las que no estaban algunas que habrían querido unirse a Napoleón en su destierro, como su revoltosa hermana Paulina, lo que sin duda hubiera hecho más divertida la estancia. Los personajes principales que partían con el corso eran los generales Bertrand, Montholon (ambos con sus esposas e hijos) y Gourgaud, un héroe en el Bérézina y que había salvado a Napoleón al descerrajarle un tiro a un cosaco que amenazaba al emperador con su lanza; el conde de Las Cases, en calidad de secretario y futuro autor de best seller con las memorias del patrón, con su hijo; y diez criados, entre ellos el valet de chambre Marchand, abnegado, leal e indispensable; el cocinero Lepage, los hermanos Archambault, caballerizo y cochero, el barbero Santini, el repostero Piéron…

El sábado 14 de octubre llegaron por fin a su destino, Santa Helena, de la que la mayoría de los europeos desconocían entonces su existencia y que parece un escenario de una novela de viajes de Julio Verne. Se encuentra a 1.850 kilómetros de Angola, a más de 3.200 de Brasil y la tierra más cercana es la isla de Ascensión, a 1.125 kilómetros. De origen volcánico, mide solo 17 kilómetros de ancho por 10 de largo. Sus costas presentan altos acantilados de basalto y su relieve es muy abrupto, culminando en el pico de Diana de 823 metros. Aunque situada en la zona tropical, la isla tiene una temperatura templada gracias a los vientos alisios del Cabo. Sin embargo, la lluvia es muy frecuente. En 1815 la población se componía de unos cuatro mil europeos, 218 esclavos negros, 489 chinos y 116 malayos. La isla era propiedad de la Compañía de las Indias Orientales, la firma comercial inglesa, pero fue cedida a Gran Bretaña mientras durara la estancia de Napoleón. Su interés estratégico era que servía de escala para repostar agua en el trayecto de ida y vuelta a la India. Descubierta en 1502 por los portugueses, que la hallaron deshabitada, y bautizada Santa Helena por ser ese el día del desembarco, pasó a manos holandesas y luego, en 1659, a las de los ingleses. La capital, único centro urbano y puerto era Jamestown y la isla estaba protegida por diversas baterías y una guarnición.

Cuando Napoleón observó desde el puente del Northumberland, con el telescopio que había usado en Austerlitz, el lugar al que le habían llevado comprendió en toda su intensidad la magnitud de la faena. “No es un sitio atractivo”, estableció. “Hubiera hecho mejor quedándome en Egipto”. Roberts apunta que por fuerza Napoleón tuvo que reconocer que moriría allí. Curiosamente fue decisivo en la elección de Santa Helena el consejo de un viejo conocido del emperador, Wellington, que la había visitado en una escala a su regreso de la India en 1805 y sabía que de allí no había escapatoria. Inicialmente, instalaron al desterrado de manera provisional, mientras acondicionaban su vivienda definitiva, en la finca del superintendente de la Compañía de las Indias y su familia. El sitio, cerca de Jamestown, era agradable y Napoleón entabló una simpática relación de amistad de lo más inocente con la hija del funcionario, Betsy Balcombe, de 14 años. Pero siete semanas después lo llevaron al lugar escogido, Longwood House, en la meseta de Deadwood, la vieja y decrépita residencia del lugarteniente del gobernador de la isla a la que le habían dado una mano de pintura.

Napoleón en su lecho de muerte, según un grabado de Steuber.
Napoleón en su lecho de muerte, según un grabado de Steuber.

La propiedad en la que habría de morir Napoleón (“no es un palacio sino una tumba”, reflexionó al verla) estaba a 500 metros de altura sobre el nivel del mar y el clima era realmente malsano, muy distinto del de Jamestown. Había niebla 300 días al año y la humedad era normalmente del 78 % alcanzando el 100 %, que es mucha humedad, a menudo. Todo estaba constantemente húmedo y para poder jugar a las cartas Napoleón tenía primero que hacerlas secar en el horno para que no se quedasen pegadas. Es un espanto pensar lo que habría hecho ese clima con los libros (Napoleón reunió allí una biblioteca de tres mil títulos, entre ellos El paraíso perdido, Decadencia y caída del imperio romano y … Robinson Crusoe). El lugar estaba lleno de plagas, incluidos ratas, cucarachas, mosquitos y el molesto jején, las nubes de minúsculas insectos picadores que son un verdadero incordio. Napoleón y su sequito vivían continuamente con bronquitis y catarros por la humedad, y rascándose las picaduras. Aquel ambiente apagó poco a poco el fuego vital e intelectual del hombre que había hecho arder en todos los sentidos Europa.

Longwood constaba de una mansión en forma de T con diferentes habitaciones, que el prisionero convirtió en los distintos espacios de dormitorio, despacho, biblioteca, salón, comedor, sala de billar, etcétera, distribuyendo el mobiliario y los objetos suntuarios que había traído con él de Francia. Aunque algunas cosas fueran notables, de gran valor artístico, el ambiente desde luego no era el de las Tullerías. El confinamiento de Napoleón estaba sujeto a reglas muy estrictas. Todo el correo era censurado, las visitas (!) controladas, y había una serie de perímetros concéntricos vigilados que solo en ocasiones se podían traspasar. Al más interno, de cuatro kilómetros, no podían acceder de día los soldados británicos que custodiaban Longwood, para permitir al general cierta intimidad al pasear. Pero debía regresar siempre antes de la noche a la casa, y entonces sí que se situaban guardias alrededor, hasta la madrugada. Napoleón tenía prohibido circular libremente por la isla y solo podían él y sus acompañantes hablar con los habitantes de la misma en presencia de un oficial británico.

El primer objetivo de Bonaparte fue organizar su nueva Maison. Para demostrar a los ingleses que seguía considerándose el emperador, instauró una etiqueta rigurosa y un ceremonial severo. En aquel ambiente, la verdad, quedaba un poco como una corte de opereta. Durante el día los oficiales tenían que lucir uniforme de petite cérémonie, para las veladas indumentaria de la corte y los civiles frac, mientras que los sirvientes debían llevar la librea imperial. El propio Napoleón renunció a vestir de militar durante el confinamiento. Estableció una rutina diaria que consistía en levantarse a las 6, tomar café o te, lavarse, afeitarse, recibir un masaje de cuerpo entero con colonia, desayuno a las 10, dictado de memorias a Las Cases, largo baño de hasta tres horas, a lo Marat, durante el que incluso trabajaba y comía, recepción de visitas en el salón y paseo antes de regresar para la cena. Tras esta, se dedicaba a explicar sus recuerdos, pasando sin solución de continuidad de la batalla de las Pirámides a confidencias sobre sus antiguas amantes. De la vida sexual de Napoleón en Santa Helena no conozco ninguna monografía, desgraciadamente. Uno pensaría que debió ser ardua, pero el avispado corso no era fácil de confinar en ese aspecto. Tulard y otros sobrios académicos solo lo sugieren, pero Roberts da por seguro que tuvo una aventura con Albine, la esposa del general Montholon -tampoco había mucho más que hacer en Santa Helena-, una mujer atractiva que se había quedado embarazada durante el viaje a la isla y bautizado a la niña Napoléone -Marie-Hélene, aunque no hay sospechas de que fuera del emperador. Albine se convirtió luego en la última amante de Napoleón, sostiene Roberts. El 26 de enero de 1818 dio a la luz otra niña, Joséphine-Napoléone, y esta sí que parece que pudo ser la tercera y última hija ilegítima del corso. La criatura murió en septiembre de 1819 en Bruselas tras el regreso de su madre a Europa. Albine, de amplios intereses, tenía una aventura paralela con el inglés Basil Jackson, el asistente del gobernador de la isla, que era veterano de Waterloo, lo que compone un curioso triángulo que a Napoleón le debió parecer como tener a Wellington en el otro lado de la cama y no poder desocupar la Haye Sainte. Parece que a todas estas al marido, Montholon, el arreglo no le parecía mal: tout pour l’empereur.

Desde el principio, Napoleón protestó ante sus captores, a veces infantilmente, contra las medidas de confinamiento. Pretextaba -como nosotros- que necesitaba hacer ejercicio, y varias veces se saltó las normas. En ocasiones, desesperado, tomaba él mismo las riendas de su calesa y se lanzaba a tumba abierta, como si llevara un Maserati, a recorrer una y otra vez la única carretera de la isla, derrapando en las vertiginosas curvas. Pero fue sobre todo a partir de abril de 1816, con la llegada del nuevo gobernador, Hudson Lowe, que las cosas se torcieron del todo. Lowe era un tipo estricto, antipático y hasta grosero, obsesionado con las normas y el prisionero, que estaba empezando a desesperarse en Santa Helena, chocó de frente con su carcelero. Se produjeron episodios penosos, normalmente por minucias, que amargaron la vida del ex emperador. Lowe se opuso a que le afinasen el piano, a que le entregasen un busto de su hijo, el Rey de Roma, e incluso le negó a Napoleón la solicitud de ir a ver la boa constrictor de un capitán británico, capaz de engullir una cabra, lo que a todos nos haría mucha ilusión, y más de estar en Santa Helena, que no había muchas distracciones, si exceptuamos a Mme. Montholon…

Lowe se empeñó en que Napoleón y su gente redujeran gastos y ritmo de vida, lo que al parecer no consiguió, pues los últimos tres meses de 1816, por ejemplo, se recibieron en Longwood 3.700 botellas de vino, suministro que ha de aligerar cualquier confinamiento, sin duda.

Curiosamente, dada su personalidad y su mente inquieta, Napoleón parece no haber pensado nunca en escapar de Santa Helena. Es verdad que la isla estaba muy a desmano para una operación de rescate y que algunos planes de fuga que se le presentaron eran más dignos del conde de Montecristo que de su imperial persona. Al parecer se le propuso meterse en una cesta de ropa sucia o en un tonel de cerveza. Él dejó muy claro que, por dignidad, no se disfrazaría ni haría ningún esfuerzo físico para huir. Había decidido que el martirio final en confinamiento era un buen broche a su leyenda.

La tumba de Napoleón en Santa-Helena.
La tumba de Napoleón en Santa-Helena.

A finales de 1816 Napoleón empezó a mostrar signos preocupantes de decaimiento y depresión. La isla ya había dado de sí todo lo que podía para su ávida personalidad y su vida se volvió taciturna. Pasaba mucho rato en la cama, él que antes apenas necesitaba dormir. Roberts especula con que no se suicidó para no darles una alegría a sus enemigos. Amigo de la hipérbole, comparaba su sufrimiento con la pasión de Cristo y suspiraba porque un maremoto se tragara la isla. En 1818 llegó la enfermedad que lo mató. Mucho se ha escrito de las causas de la muerte de Napoleón, pero en realidad, pese a las teorías conspirativas de envenenamiento (y otras que convierten Longwood en un escenario de Diez negritos), parece no haber mucho misterio en ello. Fue un cáncer de estómago que le devoró por dentro hasta el punto de que al hacerle la autopsia se podía pasar un dedo por los agujeros en el órgano. Su padre había fallecido de lo mismo. Lo que si es cierto es que durante su confinamiento Napoleón no tuvo buena asistencia médica. El otrora luminoso emperador murió en el oscuro peñasco el sábado 5 de mayo de 1821, a los 55 años. Sufrió muchísimo antes, aunque mostró dignidad todo el tiempo. Vomitaba sangre, tenía grandes dolores y se dejó barba unos días. Perdió casi 15 kilos. No podía tragar y le humedecían los labios con una esponja empapada en vinagre. Sus últimas palabras, después de un largo ataque de hipo y empezar a delirar fueron “Francia… ejército… cabeza de ejército”, aunque algunas fuentes añaden “qui recule” y “Josefina”. Pese a todos sus líos con la Iglesia y tanto leer a Voltaire, había recibido la extremaunción.

Tras un velatorio, fue enterrado el 9 de mayo con honores militares correspondientes a un general británico y con el uniforme de coronel de cazadores montados de la Guardia, en Torbett’s Spring, que él llamaba Valle de los geranios y donde solía pasear; es un paraje bonito a un kilómetro de Longwood. Actualmente se denomina Valle de la tumba de Napoleón y pertenece a Francia, como otros escenarios de su vida en la isla. El entierro dio lugar a un día muy animado e la rutina isleña y el cortejo, seguido por la mayoría de los san-helenenses fue muy vistoso, con soldados ingleses cargando el ataúd, imagino que con cierta sensación de alivio. Napoleón no quería que su cuerpo permaneciera en Santa Helena, pero de tener que ser así, dispuso que su tumba estuviera en ese emplazamiento. En1840, fue exhumado por marinos franceses bajo el mando del príncipe de Joinville, hijo del rey Luis-Felipe, y sus despojos se llevaron a Francia en la fragata La Belle Poule. En París recibió un funeral multitudinario y grandioso, pasando su ataúd bajo el Arco del Triunfo. Reposa, como todo el mundo sabe, en los Inválidos, pero la tumba de Santa Helena sigue siendo un lugar turístico, todo que puede ser turístico un lugar en Santa Helena.

Y así, con ese desconfinamiento postrero de Napoleón, acaba, este domingo en que se abre un poco ya la mano, esta serie de vivencias de grandes confinados en la historia. Un día saldremos definitivamente, pero nos quedará indeleble la memoria de este periodo. Y quizá de entre todos los personajes, la imagen emblemática de Napoleón en su isla, tal y como lo describió en su biografía (Juventud,2001) el gran Emil Ludwig: “Como un espejo de acero, gris y liso, el mar parece subir hacia el horizonte. En pie sobre una roca, con las manos a la espalda, un hombre contempla la llanura oceánica. Su soledad es profunda”. Dejémoslo allí, con una de sus últimas recomendaciones: “Sed fieles a las opiniones que hemos defendido y a la gloria que hemos ganado; fuera de ello, todo es vergüenza y confusión”.

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