El origen de la leyenda de los Reyes Magos

Una breve noticia del evangelista Mateo es el origen de una tradición que ha inspirado magníficas obras de arte. Los llamados Magos de Oriente no recibieron nombres ni fueron coronados reyes hasta el siglo VI. Año tras año, sabios y doctores de la Iglesia fueron completando después la historia que cada 5 de enero desvela a millones de niños

 

Por Carlos García Gual /El País

 

ERAN MAGOS Y venían de Oriente, siguiendo el rumbo de una misteriosa estrella. Llegaron a Belén y ofrecieron al Niño tres regalos: oro, incienso y mirra, y se volvieron muy contentos a su país lejano. (Al llegar a Jerusalén se habían entrevistado con el rey Herodes, pero a la vuelta lo evitaron. Y Herodes, receloso y enfurecido, mandó a sus soldados que mataran en Belén a todos los niños menores de dos años. Pero de allí ya se habían ido Jesús y sus padres, advertidos a tiempo por un ángel, camino de Egipto).

Eso es todo lo que cuenta de ellos el evangelista Mateo. Lucas ni siquiera los menciona y relata solo la adoración de los pastores. A partir de esas primeras noticias se fue ampliando la leyenda y en la tradición popular pervivió aumentada con un halo mítico añadiendo novedosos detalles a la escueta escena de la adoración de los Magos. El evangelista no dice ni cuántos eran, ni cómo se llamaban, ni cuál era su magia, ni de qué misterioso Oriente venían. (¿Eran persas, caldeos o árabes?). Más sabio y preciso, en el siglo III, Orígenes escribe que eran tres, y Tertuliano afirma que los tres eran reyes, y algo después ya se divulgan sus nombres: Gaspar, Melchor y Baltasar. No tardó mucho en quedar fijado el día de la Epifanía en Belén: un 6 de enero, solsticio de invierno en Egipto. (A 12 días de la Natividad, el 25 de diciembre. Parece que ellos viajaron deprisa, acaso sobre presurosos camellos, del misterioso Oriente hasta Judea).


Tríptico de La adoración de los Magos, de El Bosco.
Tríptico de La adoración de los Magos, de El Bosco. Album
 

Illi Magi tres reges dicuntur. “Aquellos tres magos son llamados reyes”, escribe Cesáreo de Arlés en el siglo VI. Por entonces los vemos en un brillante mosaico de San Apolinar Nuevo en Rávena: van los tres con atuendos de magos iraníes (llevan gorro frigio y típicas calzas orientales), están escritos los nombres ya sobre sus figuras y avanzan uno tras otro llevando alegres sus tres regalos al Niño Dios. No tardan luego en reaparecer definitivamente como reyes, con suntuosos vestidos y sendas coronas de oro. Por esa época, el nombre de “mago” suscitaba recelos, y la magia, blanca o negra, era una práctica sospechosa; así que, con el apoyo de una bíblica profecía de Isaías, los magos fueron ascendidos a reyes. La Epifanía acentúa así su simbolismo: los ricos monarcas se humillan ante el Divino Niño y sus padres en el humilde pesebre.

La leyenda, amplificada por interpretaciones doctas de sabios clérigos, tiene su mejor compendio en la Legenda aurea, de Jacobo de la Vorágine, en pleno siglo XIII. Allí se recoge y ordena un aluvión de comentarios que explica sus aspectos simbólicos. Los tres regalos vienen a expresar la triple naturaleza del recién nacido: el oro era para el rey, la mirra para el hombre, el incienso para el dios. Y los tres reyes representan las tres tribus bíblicas de Sem, Cam y Jafet (es decir, Asia, Europa y África). Las glosas alegóricas se reflejan en miles de pinturas e imágenes, pues la iconografía cristiana hace de la escena uno de sus motivos predilectos. Hay nuevos detalles significativos: los reyes son de edades diversas. El primero es un viejo de barba blanca, el segundo es de edad madura y barba negra, y el tercero, un joven barbilampiño. Y otro nuevo que se hace perdurable: de los tres, uno resulta ser negro (tal vez por su estirpe etíope).

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A los Magos aún les quedaba un segundo viaje peregrino después de muertos. Se cuenta que tras volver de Belén a sus países, murieron allí y fueron enterrados en la lejana y fabulosa ciudad de Saba. Pasados unos siglos, vino a desenterrar sus huesos una piadosa dama y acreditada descubridora de reliquias, santa Elena, madre del emperador Constantino, y con el apoyo imperial se los llevó a Constantinopla. De allí logró rescatarlos Eustorgio, obispo de Milán, que trasladó a los tres en un sarcófago hasta su diócesis. Algunos siglos más tarde, aprovechándose del saqueo de la ciudad por el emperador alemán Federico Barbarroja hacia 1164, el arzobispo de Colonia Reinaldo de Dassel logró hábilmente apoderarse de los venerables restos regios y los trasladó, en un viaje arriesgado, a su ciudad. A orillas del Rin descansarían al fin, como refulgentes reliquias, adoradas como gran tesoro en un áureo arcón. Y a su mayor gloria comenzó a construirse la gran catedral de Colonia.


En el siglo XIII, Jacobo de la Vorágine recogió los comentarios que explican los aspectos simbólicos de los Magos

Al albergar las entonces famosas reliquias, la iglesia cobró enorme prestigio y se convirtió en centro de múltiples peregrinaciones. Acudían a adorar allí a los antiguos adoradores miles de peregrinos de Italia, Francia, Germania y Escandinavia, fascinados por la magia de sus reliquias santas, albergadas en el corazón de la cristiana Europa. Los viajeros Magos se vieron ensalzados como protectores de viandantes y peregrinos. Y aunque no santificados de modo oficial, con sus nombres se bautizaron muchos. Sus imágenes y fiestas se multiplicaron en incontables ciudades, iglesias y santuarios hasta los últimos confines de Europa. (Incluso en un convento del Monte Athos se veneraban granos de la mirra que ofrecieron al niño en Belén).

La adoración de los Reyes que fuera un motivo pictórico predilecto del medievo alcanzó magnífico esplendor y difusión en manos de los grandes pintores de época renacentista: Masaccio, Fra Angelico, Gozzoli, Botticelli, en Italia; Van der Weyden, Memling, El Bosco y Rubens, en Flandes, y El Greco, Velázquez y otros, en España. Una gran estampa mitológica cristiana: tres reyes de áureos trajes y exóticos séquitos vienen a arrodillarse ante el pintoresco y humilde establo de Belén.
Como se ve, los Magos han tenido una fabulosa pervivencia. A partir de la breve noticia evangélica, fueron cobrando figura y nombre y se hicieron reyes fulgurantes. Hoy perduran sus imágenes más gracias al arte que al culto religioso. Perviven como amables fantasmas en las ilusiones y sueños infantiles de la noche de Reyes. De modo pintoresco, en cabalgatas y disfraces de la fiesta carnavalesca y popular del 5 de enero. 

 

 

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