Hiroshima 7 5 A Ñ O S Nagasaki: “Un río de heridos desfigurados llegó a las puertas de mi casa”

Por Macarena Vidal Liy/El País

La madrugada del 6 de agosto de 1945 pocos habían podido descansar bien en Hiroshima. Las sirenas de alarma antiaérea habían sonado al menos dos veces. La ciudad de 350.000 habitantes, construida sobre una llanura surcada de ríos y cercada en tres lados por montañas, estaba tensa: era la única de gran tamaño, junto con Kioto, que aún no había sido bombardeada por los aviones estadounidenses en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. Que lo fuera, temían sus habitantes, era cuestión de tiempo.

A las ocho de la mañana, sus calles ya registraban un frenesí de actividad. Las oficinas y comercios habían abierto, los empleados estaban en sus puestos. En el centro, cerca de 8.000 estudiantes de secundaria demolían calles enteras de viviendas tradicionales de madera y teja para abrir un cortafuegos que paliara los peores efectos de ese hipotético bombardeo. La madre de Koko Tanimoto, una bebé de ocho meses, tomaba en brazos a su hija, vestida con una pequeña túnica rosa, ante la llegada de una visita a casa. En las afueras, el padre de Keiko Ogura, una estudiante de primaria de ocho años, se había levantado con un mal presentimiento. Mejor que la niña no fuese a la escuela ese día. El hermano mayor de Keiko, de 13 años, y otros compañeros de clase ayudaban, cerca de las montañas al norte de la ciudad, a cosechar patatas para alimentar a la población. El día, recordarían después, era de una claridad extraordinaria.

Hiroshima, 8.15 a.m.

6 de agosto de 1945

A las 8.15 un B-29 estadounidense escoltado por otros dos aviones sobrevolaba la ciudad. Acababa de sonar la sirena que anunciaba que no había peligro: los operadores habían interpretado los puntos en el radar como una misión de reconocimiento. El hermano de Keiko miró al cielo en ese momento exacto y vio un punto desprenderse del bombardero. Mientras se daba la vuelta, una luz cegadora lo llenó todo. El Enola Gay, pilotado por Paul Tibbets y con Robert Lewis de copiloto, había lanzado Little Boy, la primera bomba atómica de la historia, y desatado un infierno bajo la nube en forma de hongo que comenzaba a formarse.

Avión Enola Gay

Lewis Bomba
“Dios mío, ¿qué hemos hecho?”, escribiría el copiloto del ‘Enola Gay’ en el diario de a bordo al sobrevolar la zona para examinar los daños.
En la primera imagen, el ‘Enola Gay’. A continuación, el piloto Paul Tibbets junto al avión, y una réplica de la bomba que impactó en Hiroshima, conocida como ‘Little Boy’. CORDON PRESS / EVERETT CPL ARCHIVES/ GETTY

De unos tres metros de largo y cuatro toneladas de peso, la bomba que llevaba 50 kilos de uranio tardó 43 segundos en caer. Su explosión a unos 580 metros de altura sobre el centro de la ciudad causó una bola de fuego de 28 metros de diámetro y una temperatura de 30.000 grados centígrados. La fuerza del estallido derrumbó edificios, atrapó a miles de personas bajo los escombros, arrojó cuerpos en posiciones grotescas. El calor imprimió sombras permanentes en lo poco que quedó en pie, derritió ojos y pieles; comenzaron incendios. Muchos supervivientes hablarían después de ríos llenos de cadáveres flotando; de voces bajo las ruinas que suplicaban ayuda mientras se acercaban las llamas; de riadas de heridos con aspecto fantasmal, algunos con los ojos en las manos, otros con los brazos en alto para que la piel hecha jirones no tocara el suelo, caminando en silencio sin saber muy bien a dónde.

70.000 personas murieron inmediatamente, entre ellos 3.600 de los escolares que demolían viviendas. Otras 70.000 fallecerían antes de que terminara el año, de sus heridas o por la radiación. Hasta agosto de 2019 se contabilizaban 319.816 víctimas fallecidas a lo largo de los años como consecuencia de esa bomba y de la que la Fuerza Aérea de EE UU arrojaría tres días después, el 9 de agosto de 1945, en Nagasaki.

Fuente: Departamento de Energía de EE UU./EL PAÍS

“¡Agua, agua!”

A un kilómetro y medio del hipocentro, la vivienda de la familia Tanimoto se había derrumbado por completo sobre la pequeña Koko y su madre. “Con el tiempo, mi madre me contó que pasó un rato seminconsciente. Oía a un bebé llorar, le sonaba muy lejos. Finalmente se dio cuenta de que quien lloraba era yo. Estaba debajo de ella y me estaba sofocando, ella estaba atrapada entre los cascotes. Excavó entre los escombros como pudo, orientándose por una rayita de claridad, para sacarnos”, explica por teléfono desde su domicilio en Japón Koko, hoy de 75 años y con el apellido Kondo, el de su esposo.

En la calle, una completa oscuridad: la nube de la bomba había convertido el día luminoso en noche cerrada. Madre e hija, milagrosamente ilesas, conseguirían salir de las ruinas de su casa justo a tiempo: el incendio, alimentado por la madera de los edificios, ya se aproximaba. Llegaría incluso a saltar los ríos y, por su extrema virulencia, desatar un fortísimo viento.

En las afueras, la onda expansiva de la explosión había arrojado al suelo a Keiko Ogura, que jugaba en el jardín, y la había hecho quedar inconsciente. Al despertar, un cobertizo frente a ella estaba en llamas. Había tejas y cascotes por todas partes. Casi a tientas, en la oscuridad, entró en su casa, en pie pero sin tejado. Su hermano, con quemaduras, entró corriendo. “Desde el campo donde estaba había visto que Hiroshima había quedado completamente destruida. Que había empezado un incendio. Y que un río de gente herida venía desde el centro a la zona en la que estábamos nosotros, donde había un santuario”, recuerda Ogura en una videoconferencia organizada por el Centro de Prensa Extranjera de Japón.

Al asomarse de nuevo a la calle, la pequeña Keiko vio un espectáculo dantesco. “¡Tanta gente! Con heridas y quemaduras terribles, con el pelo chamuscado, desfigurados, con la piel que se les deslizaba a jirones por las manos. Se acurrucaban en el suelo, tirados en la escalera de piedra para subir a nuestra casa. Nadie decía nada, solo se oían gemidos y las palabras ‘mizu, mizu’ (agua, agua)”. “Empecé a llevarles agua del pozo. Algunos, mientras bebían, simplemente cayeron muertos. Después me dijeron que no se debía dar agua a los heridos, pero entonces me quedé horrorizada. Pensaba que los había matado yo. Tuve pesadillas durante una década”, rememora.

Fuente: US Strategic Bombing Survey, Nukemap, The Washington Post./EL PAÍS

El incendio tardó tres días en consumirse y se detuvo a poca distancia de su casa. Pero el calor que generó desató un viento huracanado primero. Después cayó una lluvia radiactiva, de gotas anormalmente grandes, la “lluvia negra”. El día siguiente fue impresionante. Simplemente, Hiroshima se había volatilizado”, recuerda Ogura. Doce kilómetros cuadrados de la ciudad habían quedado arrasados por completo. El 70% de los edificios se había derrumbado.

La gran mayoría de las víctimas fallecieron sin ningún tipo de ayuda: el 90% del personal sanitario había muerto o estaba demasiado grave para trabajar; 42 de los 45 hospitales de la ciudad habían quedado completamente destruidos. “Durante días y días lo único que se pudo hacer fue incinerar a los muertos. Mi padre ayudaba en las ceremonias que se hicieron en un parque cerca de mi casa. Unos 700 cuerpos fueron quemados allí”, explica la hibakusha, como se conoce a los supervivientes de la bomba en japonés.

Nagasaki, 11.02 a.m.

9 de agosto de 1945

Tres días más tarde, el 9 de agosto a las 11.02 de la mañana, otro B-29, Bockscar, lanzaba otra bomba, esta vez de plutonio, contra Nagasaki. Esa ciudad no era el objetivo original: el ataque estaba planeado contra Kokura, donde las tropas japonesas guardaban un gran arsenal. Pero el cielo sobre esa localidad estaba nublado, y la tripulación del bombardero optó por la segunda de la lista.

Fat Man, como se denominó, generó una onda explosiva mucho mayor -equivalente a 22.000 toneladas de trilita, frente a las 15.000 de Little Boy-, pero la bomba no cayó en el centro de la ciudad, sino en un barrio periférico industrial; las montañas ofrecieron cierta protección frente al impacto. Con todo, perecieron 40.000 personas entonces, 30.000 más antes de que acabara el año. Otras 75.000 quedaron heridas, decenas de miles con secuelas que arrastran aún hoy. Una tercera parte de la ciudad quedó arrasada. “Esa bomba no solo se cobró vidas, diezmó familias y causó una cuantiosísima destrucción”, explica el actual alcalde de Nagasaki, Tomihisa Taue, en una charla con periodistas extranjeros. “También dejó profundas heridas en los cuerpos y las mentes de quienes sobrevivieron”.

Fuente: Universidad de Nagasaki, Nukemap, The Washington Post./EL PAÍS

“Esa segunda demostración del poder de la bomba atómica aparentemente causó pánico en Tokio, puesto que la mañana siguiente trajo los primeros indicios de que el imperio japonés estaba dispuesto a rendirse”, escribiría el presidente estadounidense Harry Truman en sus memorias. El 15 de agosto, los japoneses escuchaban por primera vez en la radio la voz de su tenno, su emperador: Japón capitulaba. La rendición se firmaría el 2 de septiembre. La guerra había terminado.

El infierno

de la radiación

Pero el infierno no había acabado para las víctimas: la radiación se llevaría a decenas de miles de personas más antes de acabar el año, y dejaría con secuelas a decenas de miles. Un estudiante de Medicina -la única atención de que podían disponer- recomendó a los padres de Koko que se preparasen para perder a su hija, víctima de graves diarreas. “Afortunadamente, las superé”, se ríe ella ahora.

Su primer recuerdo: “Tendría dos o tres años. Mi padre era un reverendo protestante (su historia se narra en Hiroshima, del periodista John Hersey, que en 1946 contó al mundo las consecuencias de la bomba) y muchos huérfanos, niños de la calle, venían a la parroquia. Me trataban como su hermanita. A muchos no podía verles la cara, estaban desfigurados. Yo no tenía recuerdo de la bomba, sabía que había pasado algo terrible pero también que no debía preguntar. Un día, una de estas niñas me peinaba. Me volví a mirarla, quería ver cómo lo hacía. La chica tenía los dedos de las manos fundidos entre sí”.

La activista Koko Kondo durante el Festival de Cine de Tribeca, en abril de 2018, en Nueva York.
La activista Koko Kondo durante el Festival de Cine de Tribeca, en abril de 2018, en Nueva York. Astrid Stawiarz / Getty Images for Tribeca Film Fe

Entonces era común no hablar de lo que había pasado. Muchos hibakusha no querían declararse como tales: durante décadas se enfrentaron a la discriminación de sus conciudadanos y el estigma de haber vivido la radiación. Les era difícil encontrar trabajo por sus secuelas y muchas familias rechazaban que sus hijos se casaran con supervivientes, por miedo a que sus descendientes nacieran con problemas congénitos. “Nosotros mismos teníamos este temor, pero no podíamos hablar de ello. Es una especie de trauma”, cuenta Ogura, que tuvo dos hijos.

Kondo cuenta que descubrió que todo se debía a la bomba por las conversaciones que oía de los huérfanos. “Siendo una niña, sentía un odio profundo por aquellos que la habían lanzado. Me prometía a mí misma que cuando fuera mayor buscaría a los culpables y les daría de golpes, les mordería y les escupiría”.

Cara a cara

entre el copiloto del ‘Enola Gay’ y sus víctimas

El 25 de mayo de 1955, cuando tenía 10 años, la manera de pensar de Koko dio un drástico vuelco: “No lo olvidaré nunca”, enfatiza. Hacía tres años que había terminado la ocupación estadounidense de Japón. Hiroshima y Nagasaki avanzaban en su reconstrucción. Su padre, célebre en Estados Unidos por su protagonismo en el libro de Hersey y por su campaña para conseguir tratamiento en ese país para niñas desfiguradas por la bomba, aparecía ese día en el programa televisivo This is Your Life (“Esta es su vida”). Toda la familia había viajado a los estudios para participar en esa grabación en directo, sin saber quiénes eran el resto de invitados.

“Conocía a la mayor parte de la gente en el plató, pero había un hombre a quien no había visto nunca. Le pregunté a mi madre quién era, y ella titubeó. No sabía cómo iba a reaccionar yo”, explica Kondo. “Finalmente me lo dijo. Era Robert Lewis, el copiloto del Enola Gay”. “Me quedé petrificada. Quería hacerle daño, pero sabía que en medio del rodaje no podía ir a por él. Y entonces le preguntaron qué sintió aquel día. Vi lágrimas en sus ojos cuando contó lo que había escrito en el diario de a bordo. Me sobresalté: me di cuenta de que este hombre no era el monstruo que yo había imaginado; era un ser humano”.

“Sin que nos vieran las cámaras, le toqué la mano: era mi manera de ofrecer perdón. Él me agarró la mía con mucha fuerza”, continúa. “En ese momento aprendí una cosa: si debo odiar algo, no debe ser a una persona en concreto. Debo odiar a la propia guerra”.

¿Adiós

a las armas?

Muchos hibakusha han dedicado su vida al activismo en favor de las víctimas y contra las armas nucleares. La guerra de Corea (1950-53) y las pruebas nucleares de Estados Unidos en el Pacífico les obligaron a reflexionar que su propio sufrimiento no había sido suficiente para convencer al mundo de la necesidad de abolir ese armamento, y que debían entonces divulgar sus vivencias para evitar cualquier tentación de usar la bomba en el futuro, explica Ogura. Ella misma ha fundado la ONG Intérpretes de Hiroshima por la Paz, que contribuye a difundir lo ocurrido en agosto de 1945 y el mensaje antinuclear a los turistas extranjeros que visitan Hiroshima.

Keiko Ogura, de 78 años, víctima de la bomba nuclear que arrasó Hiroshima, en una imagen tomada en 2015.
Keiko Ogura, de 78 años, víctima de la bomba nuclear que arrasó Hiroshima, en una imagen tomada en 2015.JOHANNES EISELE

En el caso de Kondo, que durante años no quiso identificarse como superviviente, un largo proceso de escuchar las vivencias de su padre la convenció finalmente para seguir los pasos del reverendo en sus campañas de ayuda; en la actualidad colabora con ICAN, la Campaña Internacional para la Abolición de las armas Nucleares que en 2017 ganó el Nobel de la Paz. Ambas cuentan a menudo su historia personal en el Parque de la Paz en memoria de las víctimas, en lo que fue el hipocentro de la explosión. Kondo, a veces, muestra la diminuta túnica que llevaba aquel día.

“No es fácil conseguir el cambio, pero poco a poco, transmitiendo el mensaje de persona a persona, algún día lo conseguiremos. Es lo que me decía mi padre, y mi esperanza sincera”, apunta Kondo. El alcalde de Nagasaki se muestra de acuerdo. “Si no se ha lanzado una tercera bomba nuclear en estos 75 años ha sido en muy buena medida por los esfuerzos de los hibakusha, su contribución al dar a conocer las historias de lo que ocurrió bajo la nube atómica”, opina.

Su ciudad propone la creación de una “zona libre de armas nucleares” en el noreste de Asia, que incluya a Corea del Norte, Corea del Sur y Japón (estos dos últimos países están protegidos en la actualidad por el paraguas nuclear estadounidense). “Sabemos que llevará tiempo, pero el objetivo merece la pena”, explica Taue.

El tiempo apremia. La edad media de los 130.000 hibakusha con vida, 75 años después de las bombas, es de 83 años. Una encuesta publicada por el periódico Asahi Shimbun encontró que, aunque el 86,9% de los mayores de 80 años aún recuerda claramente lo que pasó aquel 6 de agosto, esa proporción cae al 14,8% entre los supervivientes en la setentena. Entre los hibakusha de esa edad, el 44,8% confiesa no tener recuerdo alguno de la bomba.

Con independencia de su edad, la mayoría ve con preocupación los escasos progresos obtenidos para eliminar las armas nucleares. De la campaña lanzada para ello por el presidente de EE UU Barack Obama durante su mandato se ha pasado a que solo queden unos meses para que expire el tratado Nuevo START entre Estados Unidos y Rusia, en febrero de 2021. Un 62,1% de los hibakusha cree que en los últimos cinco años ha aumentado el riesgo de que vuelva a utilizarse una bomba nuclear en algún lugar del mundo.

El único acontecimiento positivo desde entonces ha sido la aprobación, en julio de 2017, del Tratado de la ONU para la Prohibición de las Armas Nucleares. Pero para su entrada en vigor es necesaria la firma de 50 países. Hasta el momento solo lo han suscrito 40; entre ellos no está siquiera Japón, dado que disfruta de la protección nuclear estadounidense. El Gobierno del primer ministro Shinzo Abe, que se ofrece como un puente entre los países nucleares y los que no, considera que aún es “prematura” una prohibición, para malestar de los supervivientes.

“Nos hacemos mayores y no sabemos cuándo nos llegará la hora, cuándo nos reuniremos con nuestros familiares en el más allá. Por eso queremos ver eliminadas las armas nucleares mientras tengamos vida”, explica Ogura. Con la voz temblorosa por la emoción, agrega: “Queremos poder decirles que lo logramos. Es algo que deseo y por lo que rezo cada día: eliminar las armas nucleares lo antes posible, para poder contárselo a quienes murieron en vano por culpa de la bomba”.

Panorámica después de la explosión
La ciudad de Hiroshima después de la explosión. GETTY
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