Mensaje del Obispo de Tuxpan: El Señor invita a la fiesta de su Reino

 

En el evangelio de este domingo Jesús habla de un «Banquete de Bodas» (Mt. 22, 1-14). Nos invita a estar preparados; que no nos suceda como el que llegó mal vestido a la Fiesta del Cielo y se quedó fuera. Que tampoco nos suceda como los invitados que despreciaron la invitación.

Los invitados despreciaron el banquete y fueron sustituidos por otros, que en principio no habían sido invitados. Jesús nos habla del “El Reino”, de la relación con Dios y con los demás, como una invitación a cambiar de valores y actitudes, un modo nuevo de vivir.

Jesús presenta el Reino como un banquete de boda; símbolo de amistad, comunión, amor y felicidad.  Cuando los intereses de Dios no son nuestros intereses, Dios interesa poco, y por poco, por cualquier excusa, se le deja de lado.

El Profeta Isaías nos dice que «El Señor del universo preparará un festín con platillos suculentos para todos los pueblos; un banquete con vinos exquisitos y manjares sustanciosos» (Is. 25, 6-10).

El Salmo 22 habla del Señor, que siempre nos acompaña, aunque a veces pasemos por momentos difíciles. Y nos dice también que al final El mismo Señor “preparará la mesa, ungirá nuestra cabeza con perfume y llenará mi copa hasta los bordes”.

El Salmo 22 se refiere a la «Fiesta Escatológica» que la Palabra de Dios nos presenta en varios pasajes. Es el Señor mismo quien prepara la mesa y nos sirve, como lo indica San Lucas: “El mismo se pondrá el delantal, los hará sentarse a su mesa y los servirá uno por uno” (Lc. 12, 37).

De acuerdo al Evangelio, al Reino se va por invitación, como a una fiesta. Quien convoca no manda, invita. Lo más profundo de Dios se alcanza y acepta por invitación. Las cosas más profundas y esenciales, en la vida, no se hacen por nuestra cuenta, responden a una invitación, a una sugerencia, a una mirada, a un susurro.

Las excusas y rechazos no detienen el plan de Dios. El Señor no suspende el banquete. La invitación se extiende a “todos los que encuentren”. Es universal, por amor gratuito e incondicional del Padre. Los “buenos y malos”, los “pobres y lisiados” (Lc 14,21), forman la nueva comunidad.

Nuestro Dios es Dios de vida, y no permite que sus criaturas tengan como destino final la muerte, ni la infelicidad. Es una constante en el Evangelio, que las personas que se creen privilegiadas, en posesión de la verdad, o mejores que las demás, se auto-excluyen, se cierran la puerta de la Fiesta.

No basta con ser llamados –bautizados-, hay que aceptar la invitación, haciendo vida el mensaje de Jesús con alegría y sin temor, porque, aunque es exigente, es llamada que conduce a la Fiesta, a la Plenitud y a la Vida. La historia que sucedió entonces puede repetirse ahora: también nosotros podemos hacernos los remolones, anteponer otros intereses “nuestros”, y despreciar la llamada, o no responder a ella con la dignidad que se merece.

 

+ Juan Navarro Castellanos

Obispo de Tuxpan

 

El Señor invita al banquete de salvación

El tema de nuestra celebración eucarística de este domingo 28, es el Banquete del Reino de Dios. El tema está propuesto por la primera lectura y por el evangelio. La Palabra de Dios invita al conocimiento y a la amistad con él, a la intimidad del banquete. En definitiva, invita a “entrar en el Reino”, es decir, creer sólo en “Abbá”, comportarse como hijos, pensar en “nosotros” más que en “yo”. La invitación es al Evangelio, a vivir en el Reino, no en las tinieblas, no en el juicio, no en el temor, no en el Sinaí, sino en el Monte de las Bienaventuranzas.

Las Lecturas de hoy se refieren a la Fiesta de la eternidad, al «Banquete de Bodas» preparado por el Señor, para todos los seres humanos al final de los tiempos. Se trata de la salvación, de la felicidad eterna con él, en la Jerusalén Celestial, cuando Dios «enjugará toda lágrima y ya no habrá muerte, ni duelo ni penas» (Ap. 21, 4) y viviremos en completa y perfecta felicidad para siempre.

La Primera Lectura nos describe esta Fiesta en boca del Profeta Isaías: «El Señor del universo preparará sobre este monte un festín con platillos suculentos para todos los pueblos; un banquete con vinos exquisitos y manjares sustanciosos» (Is. 25, 6-10).

El Salmo del Buen Pastor (Sal. 22) dice que el Señor siempre nos acompaña, aunque a veces pasemos por momentos difíciles. Y nos recuerda que al final el mismo Señor “preparará la mesa, ungirá nuestra cabeza con perfume y llenará mi copa hasta los bordes”. Se trata de la «Fiesta Escatológica» que la Palabra de Dios nos presenta en varios pasajes. Es el Señor mismo quien prepara la mesa y nos sirve, como lo indica San Lucas: “El mismo se pondrá el delantal, los hará sentarse a su mesa y los servirá uno por uno” (Lc. 12, 37).

Y Jesús nos presenta esta Fiesta en el Evangelio de hoy con la parábola del «Banquete de Bodas» (Mt. 22, 1-14). El Señor nos recuerda que debemos estar preparados, cada día mejor preparados, para que no nos suceda como el que llegó mal vestido a la Fiesta del Cielo y lo echaron. Que tampoco nos suceda como los invitados que despreciaron la invitación.

Con la parábola de los invitados que no quieren acudir al banquete del Rey y son sustituidos por otros que en principio no habían sido invitados, Jesús insiste en la misma idea de los domingos anteriores. Jesús nos habla del “El Reino”, de la relación con Dios y con los demás, que no son contenidos teóricos, sino una invitación a cambiar de valores y actitudes, un modo nuevo de vivir.

Jesús presenta el Reino como un banquete, como una boda; símbolos de amistad, comunión, amor y felicidad.  Sucede que cuando los intereses de Dios no son nuestros intereses, Dios interesa poco, y por poco, por cualquier excusa, se le deja de lado. De acuerdo al Evangelio, al Reino se va por invitación, como a una boda, como a una fiesta. Quien convoca al Banquete no manda, invita. Lo más profundo de Dios se alcanza y acepta por invitación. Las cosas más profundas y esenciales no se hacen por obligación ni por deber, sino por libre decisión, por libre respuesta a una invitación, a una sugerencia, a una mirada, a un susurro…

Las excusas y rechazos no detienen el plan de Dios. El Señor no suspende el banquete. La invitación se extiende a “todos los que encuentren”. Es universal. No por nuestros méritos sino por amor gratuito e incondicional del Padre. Los “buenos y malos”, los “pobres y lisiados” (Lc 14,21), forman la nueva comunidad.

Nuestro Dios es un Dios de vida, y no permitirá que sus criaturas tengan como destino final la muerte ni la infelicidad. Es una constante en el Evangelio, que las personas que se creen privilegiadas, en posesión de la verdad, mejores que las demás, se auto-excluyen, se cierran la puerta de la Fiesta.

No basta ser llamados –bautizados-, hay que querer ser elegidos, haciendo vida el mensaje de Jesús con alegría, sin miedo, porque, aunque la propuesta de Dios es exigente, como la libertad, la amistad, el amor… es llamada que conduce a la Fiesta, a la Plenitud y a la Vida.

Ahora bien, la historia que sucedió entonces puede volver a repetirse ahora: también nosotros podemos hacernos desentendidos, anteponer otros intereses “nuestros”, más mezquinos, despreciar la llamada, o no responder a ella con la dignidad que se merece.

Porque es verdad que la invitación es un don, pero como requiere de nuestra respuesta, es también responsabilidad. A esto se refiere el inquietante episodio final del que entró a la fiesta sin el traje adecuado (que, al parecer, según las costumbres antiguas, proporcionaba el mismo anfitrión).

Es verdad que en la invitación no hay filtros: todos están llamados, buenos y malos. Pero aceptar la invitación significa lavarse con el agua del bautismo, revestirse de una nueva condición, iniciar un camino de vida. Es una suerte que te inviten a una fiesta, pero todos sabemos que uno no puede presentarse en ella de cualquier manera.

Jesús quiere que los invitados vistamos de fiesta, no se trata de un traje de etiqueta, se trata de la actitud; que haya coherencia entre lo que decimos creer y nuestra vida. Cambiar de vestido es convertirse, y esto requiere cambio de mentalidad, sentir la alegría y la confianza de saberse hijos e hijas del Padre y llevar su estilo de vida, en medio de las alegrías y tristezas, salud o enfermedad, gozos o dificultades, que Jesús nos enseña.

Es aquí donde tienen lugar las exigencias, tras la invitación a participar de la gracia y la salvación. No podemos despreciar este precioso regalo. Lo que celebramos festivamente y con alegría es algo muy serio. Y es que la alegría de una fiesta de bodas no es algo que pueda tomarse a broma. Por eso hay que vestirse adecuadamente; hay que ponerse las pilas.

Fortalecidos por este banquete del Señor, podemos afrontar además las adversidades de la vida, como nos enseña san Pablo, que supo aceptar a tiempo la invitación a la fiesta y así, revestido de su nueva condición, salió a los caminos del mundo a gritar por doquier “¡vengan también ustedes a la fiesta!”. Esta es, en esencia, la vocación de bautizados: invitados que saben ser servidores y van diciendo con sus palabras y su modo de vida a todo el mundo, a buenos y malos, “¡vengan a la fiesta!

 

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