«Que todos traten muy bien y amorosamente a los indios»

Esas palabras, escasamente conocidas, forman parte de la primera ley de Indias, dada en Barcelona el 29 de mayo de 1493
Por Enrique González Fernánde/Abc

Esas palabras, escasamente conocidas, forman parte de la primera ley de Indias, dada en Barcelona el 29 de mayo de 1493. En mi tesis doctoral, Filosofía política de la Corona Española en Indias (Roma, 1992), propuse que al año siguiente podría celebrarse su V centenario. Nadie (como viene siendo habitual) me hizo caso, pero desde entonces sigo sin perder la esperanza de que se informe al gran público sobre su existencia.

Cuando Colón regresó a Europa, y antes de emprender su segundo viaje a las Indias, la Corona le dio sus primeras instrucciones: «procure y haga el dicho Almirante que todos los que en ella van y más fueren de aquí adelante, traten muy bien y amorosamente a los dichos indios, sin que les hagan enojo alguno y procurando que tengan los unos con los otros mucha conversa­ción y familiaridad, haciéndose las mejores obras que ser pueda».

Esa Instrucción del Rey y la Reina para Don Cristóbal Colón mandaba y encargaba que a los indios «los honre mucho; y si caso fuere que alguna o algunas personas trataren mal a los dichos indios en cualquie­ra manera que sea que el dicho Almirante, como Visorrey y Gobernador de Sus Altezas, lo castigue mucho por virtud de los poderes de Sus Altezas que para ello lleva».

Ese admirable texto fue publicado por el olvidado historiador alemán (opuesto al régimen nazi) Richard Konetzke en 1953, encabezando su Colección de documentos para la historia de la forma­ción social de Hispanoamérica, en edición del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, y cualquier interesado puede examinar su original (así lo hice yo) en el Archivo General de Indias, de Sevilla.

Los europeos veían a los indios como seres inferiores, degradados en algunos casos por sus sacrificios humanos o su antropofagia. A muchos inte­lectuales les complacía la tesis aristotélica de que había esclavos por naturaleza.

En efecto, entre los partidarios de esclavizar a los hombres recién descubiertos más allá del Océano (a quienes por equivocación se denominó “indios”) solía figurar en lugar preeminente la Política de Aris­tóteles, el cual establece, al comienzo de esa obra, una distinción: los griegos o señores por naturaleza y los bárbaros o esclavos por naturaleza, adverbio este —a mi parecer— predilecto de Aristóteles, el cual sigue diciendo que «el que por naturaleza no pertenece a sí mismo, sino a otro, siendo hombre, ese es naturalmente esclavo». Y concluye: «Es, pues, manifiesto que unos son libres y otros esclavos por naturaleza, y que para estos últimos la esclavitud es a la vez conveniente y justa».

Ese pensamiento aris­totélico sobre la esclavitud natural no solo pervivió durante la Edad Media (lo comentó, por ejemplo, Tomás de Aquino sin protestar), sino que incluso en el Renacimiento era doctrina común entre los intelectuales europeos, sin exceptuar los castellanos.

Muchos europeos negaron la libertad de los indios, pensaban que eran esos esclavos por naturaleza, y en consecuencia violaron sus derechos humanos. Para su mentalidad, influida por las ideas de Aristóteles, eran bárbaros, y consiguientemente debían ser hechos esclavos.

El ilustre profesor escocés John Maior, catedrático de la Sorbona, parece haber sido el primer tratadista que aplicó el concepto aristotélico de la esclavitud natural al problema de gobierno planteado por el descubrimiento del Nuevo Mundo. El Rey de Francia Francisco I declarará que los indios eran «salvajes que vivían sin el conocimiento de Dios o del uso de razón».

En 1519 el obispo Juan de Quevedo sostenía ante Carlos V que los indios «son siervos a natura, por lo que el Filósofo dice en el principio de su Política». Bartolomé de las Casas dirá, también ante Carlos V, que si «fuese así como el reverendo obispo afirma, el Filósofo era gentil y está ardiendo en los infiernos, y por ende se ha de usar de su doctrina cuanto con nuestra santa fe y costumbres de la religión cristiana conviniere». Incluso ese obispo compuso un tratado en latín para defender que los indios eran siervos por naturaleza.

Más tarde, el año 1550, en la controversia con el aristotélico Sepúl­veda, dijo Las Casas que «mandemos a paseo en esto a Aristóteles». Ahora bien, añadió que había sido falseado el pensamiento aristotélico. Y pedía que no fuera utilizada contra él la autoridad de Aristóteles: él la acataba, pero pensaba que los partida­rios de la esclavitud natural no conocían bien lo que el Filósofo escribió: «Dejen, pues, ciertos hombres impíos de echarme en cara al Filósofo».

Desde que la Corona Española tuvo noticia de la existencia de los aboríge­nes del Nuevo Mundo hizo cuanto pudo para defenderlos de la esclavitud. En cada momento fue disponiendo la norma justa y prudente, a pesar de la inmensa distancia en que se encontraban dichos territorios, y de la poca completa información que le llegaba. En los doce años que separan la fecha de 1492 de la de la muerte de Doña Isabel, esta tuvo incluso que enfrentarse y castigar a quienes surcaban el Océano llenos de codicia y de sed de oro. Después de su fallecimiento, y a pesar del codicilo que añadió a su testamento, el problema siguió planteándose con insistencia durante el siglo xvi.

Las primeras instrucciones de la Corona Espa­ñola encaminadas a gobernar las Indias constituyen el comienzo de su filosofía política para regirlas. Concuerdan con la legislación posterior. Por ejemplo, el 16 de septiembre de 1501, desde Granada, los Reyes pedían a su gobernador Ovando que tuviera «mucho cuidado de procurar, sin les hacer fuerza alguna» a los indios, y que les informaran «con mucho amor». Solicitaban al gobernador que «los indios sean bien tratados y puedan andar seguramente por toda la tierra, y ninguno les haga fuerza, ni los roben, ni hagan otro mal ni daño». Fernando e Isabel ordenaban que se dijera de su parte que ellos querían «que los indios sean bien tratados como nuestros buenos súbditos y vasallos, y que ninguno sea osado de les hacer mal ni daño». Incluso los Reyes avisaban con tono grave que «si desde aquí adelante alguno les hiciere algún mal o daño, o les tomaren por fuerza algo de lo suyo, que os lo hagan saber, porque vos lo castigaréis en tal manera que desde aquí adelante ninguno sea osado de les hacer mal ni daño».

Otra ley dice: «Por justas causas y consideracio­nes conviene que en todas las capitulaciones que se hicieren para nuevos descubrimientos se excuse esta palabra, conquista, y en su lugar se use de las de pacificación y población, pues habiéndose de hacer con toda paz y caridad, es nuestra voluntad que aun este nombre, interpretado contra nuestra intención, no ocasione ni dé color a lo capitulado para que se pueda hacer fuerza ni agravio a los indios».

Acaso, en otros países, todo esto sería mucho más conocido, recordado y querido que entre nosotros.

Enrique González Fernández es Profesor de Filosofía en la Universidad San Dámaso. Madrid

 

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