Un relámpago seguido por un trueno anteceden la muerte de Beethoven

En la tarde del 26 de marzo de 1827, mientras el compositor yacía en su cama, agonizante, una implacable tormenta se desató sobre Viena

 

Gaceta UNAM

 

Hacia finales de 1826, Beethoven trabajaba en otra sinfonía y en un quinteto de cuerdas, pero su salud estaba muy deteriorada debido a los problemas estomacales y de hígado que venía padeciendo desde hacía tiempo.

Fue por aquellos días también cuando le envió a Karl Holz sus últimas notas musicales: un canon en cuatro compases titulado Wir irren allesamt, ein jeder irrt anders (“Todos nos equivocamos, pero cada uno se equivoca de modo distinto”).

Para empeorar las cosas, un acceso de ira le ocasionó ictericia, vómitos y diarrea, y a partir de entonces empezó a hincharse por el líquido acumulado en el abdomen a causa de su enfermedad hepática, por lo que lo drenaron varias veces.

Acostado en su cama, Beethoven se la pasaba hojeando los innumerables tomos de las obras de Händel que le había enviado un admirador inglés, o leyendo a Walter Scott, Homero y otros autores griegos y latinos.

El 18 de febrero de 1827 le escribió a su antiguo asistente el barón Zmeskall, quien sufría gota: “No desespero. Lo más doloroso de todo es el cese de cualquier actividad […] Quiera el cielo que obtengáis un alivio en vuestra dolorosa existencia. Quizá la salud nos sea devuelta a ambos y podamos vernos de nuevo en feliz intimidad.”

Beethoven vivió algunos periodos de mejoría que, a final de cuentas, no impidieron que su condición se agravara dramáticamente. El 22 de marzo, el doctor Andreas Wawruch le sugirió que un sacerdote le administrase la extremaunción, a lo cual accedió. Y, luego de la ceremonia, todavía tuvo la presencia de ánimo para decirle al cura en tono de broma: “¡Os estoy muy agradecido, espectral señor! ¡Me habéis proporcionado un gran bienestar!”

Dos días después logró incorporarse y declamar sarcásticamente la fórmula empleada para concluir las comedias latinas: “Plaudite, amici, comoedia finita est” (“Aplaudid, amigos, la comedia ha terminado”).

Al cabo de unas horas llegaron unas botellas de vino del Rin que había pedido semanas antes. Schindler las acomodó en una mesa, junto a su cama. Beethoven abrió los ojos y dijo lo que serían sus últimas palabras: “Demasiado tarde…” Al rato comenzó a delirar.

En la tarde del 26 de marzo, una implacable tormenta se desató sobre Viena, con relámpagos, nieve y granizo. En ese momento, el joven compositor Anselm Hüttenbrenner y una mujer (una versión dice que Johanna, la madre de Karl; otra, que Sali, la doncella de Beethoven) le hacían compañía a éste.

Hacia las 17:45 horas, según la versión de Hüttenbrenner, un relámpago iluminó la habitación y, un segundo después, se oyó el estallido de un trueno. Inopinadamente, Beethoven recobró la conciencia, abrió los ojos y levantó un brazo con el puño cerrado. A continuación, dejó caer la mano y sus ojos se cerraron. La muerte lo había hecho suyo.

El funeral –al que acudieron más de 20 mil personas, entre ellas Franz Schubert, quien moriría al año siguiente y descansa al lado de su amado Beethoven– se llevó a cabo el 29 de marzo.

Antes de que el féretro fuera bajado a la fosa abierta en el Cementerio Central de Viena, el actor Heinrich Anschütz leyó una oración fúnebre escrita por el poeta y dramaturgo Franz Grillparzer.

En el monumento-lápida que corona la tumba del genial compositor alemán se lee, a manera de epitafio, una sola y refulgente palabra: Beethoven.

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