Mensaje del Obispo de Tuxpan: Tranquilícense soy yo

La vida del ser humano y del mundo es difícil, podemos afirmar que es tormentosa. Vientos fuertes y adversidades nos sacuden por diversas causas; tal vez la incertidumbre, la falta fe. La Palabra de Dios, en este domingo 19 del tiempo ordinario, nos invita a abrir nuestro corazón a Jesús, el Hijo de Dios, que está cerca de nosotros; él y nos auxilia en las dificultades y nos calma en las tormentas.

Dice el evangelio que Jesús subió al monte para estar a solas, iba con la intención de orar. Llegada la noche, estaba allí solo, hablando con el Padre. Jesús se siente Hijo y busca el encuentro con su Padre.  San Juan Crisóstomo dice que la soledad es buena para la oración. Por eso se marchó al desierto y permaneció allí en oración toda la noche, para enseñarnos a buscar ocasiones y sitios tranquilos para orar.

La barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas. Este hecho nos recuerda y nos previene, ya que a menudo la barca de nuestra vida pasa por dificultades.

San Agustín nos dice que “Jesús deja la altura de la montaña, y va mar adentro, donde la barca es agitada por las grandes olas; y puesto que éstas suben, la barca puede irse a pique o quedar sumergida. Tenemos aquí en la barca una representación de la Iglesia, y el mundo es el mar tempestuoso”.

Dios conduce nuestras vidas

De madrugada se acercó Jesús a la barca y a los discípulos, caminando sobre el agua. Los discípulos gritaron llenos de temor, creyendo ver un fantasma. Jesús los tranquilizó enseguida: «¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!». Jesús está siempre a nuestro lado, nunca nos deja. Él es tranquilidad y serenidad en los momentos de tensión y angustia.

La confianza no consiste en vivir sin dificultades y tormentas en ja vida vida, sino en saber que Dios está allí, tanto en la tormenta, como en la calma, tanto en la luz, como en la oscuridad. Lo que sucede a los seres humanos de estos tiempos, es que confían más en sus propias fuerzas y en sus propios recursos, que en Dios y en lo que Dios hace en nosotros.  Creemos que los logros que tenemos son mérito nuestro, olvidándonos que ¡nada! podemos si Dios no lo hace en nosotros.

Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti, andando sobre el agua.» Jesús le dijo: Ven. Pedro dudó y comenzó a hundirse.  Sin FE, nos hunden las dudas y cualquier tipo de olas. Alguien ha dicho: Para el que cree, aunque hay muchas dudas, no hay razón para desalentarse. Para el que no cree, aunque hay mil razones, se queda siempre en la duda.

En cuanto Jesús y Pedro subieron a la barca, amainó el viento. Cada creyente es un Hijo de Dios. Todos vamos avanzando hacia el puerto. Sabemos que a pesar de las humanas contradicciones, Dios nos guía y nos conduce hacia las playas eternas. No olvidemos la promesa de Jesús: Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).

La barca de la Iglesia

La barca de los discípulos zarandeada por el mar y llevada a puerto seguro después, gracias a Jesús, es símbolo de la Iglesia, de la comunidad de los discípulos de Jesús que día a día navegamos por el mar de la vida, con días tranquilos y jornadas con viento y tormentas

El evangelio nos muestra una tentación en la que podemos caer, los seguidores de Jesús, cuando no estamos seguros de los fundamentos de nuestra propia fe. La escena de la «tormenta calmada» nos evoca la imagen de una comunidad cristiana, representada por la barca, que se adentra en medio de la noche en un mar tormentoso.

La barca no está en peligro de hundirse, pero los tripulantes, llevados más por el miedo que por la pericia, se abandonan a los sentimientos de pánico. Tal estado de ánimo los lleva a ver a Jesús que se acerca en medio de la tormenta, como un fantasma salido de la imaginación.

Es tan grande el desconcierto que no atinan a reconocer en él al maestro que los ha orientado en el camino a Jerusalén. La voz de Jesús calma los temores, pero Pedro llevado por la temeridad se lanza a desafiar los elementos adversos. Pedro duda y se hunde, porque no cree que Jesús se pueda imponer a los «vientos contrarios», a las fuerzas adversas que se oponen a la misión de la comunidad.

El Señor estaba en la brisa suave

Este episodio del evangelio nos muestra cómo la comunidad puede perder el horizonte cuando permite que sea el temor a los elementos adversos el que los motiva a tomar una decisión y no la fe en Jesús. La temeridad nos puede llevar a desafiar los elementos adversos, pero solamente la fe serena en el Señor nos da las fuerzas para no hundirnos en nuestros temores e inseguridades.

Al igual que Elías, la comunidad descubre el auténtico rostro de Jesús en medio de la calma, cuando el impetuoso viento contrario cede y se aparece una brisa suave que empuja las velas hacia la otra orilla.

Una fe entre la confianza y el miedo

La presencia de Cristo en el pueblo de Dios es real y eficaz, actuando por su Espíritu, su palabra y los sacramentos de la vida cristiana, entre los cuales sobresale la actualización continua de la Eucaristía que la celebráramos en memoria suya. Por esta razón la escena que nos narra el evangelio de hoy tiene validez en todo tiempo, tanto en la vida comunitaria como en la vida personal de los creyentes, porque es una lección de fe ante las crisis y dificultades, las dudas y los fantasmas del miedo, que surgen cada día en nuestras vidas.

La figura de Pedro entre la confianza y el miedo, al caminar sobre las aguas, y la de el profeta Elías entre el desánimo y la escucha de Dios en el desierto (1 lect), nos muestran que el caminar del ser humano al encuentro de Dios, el camino de la fe, se realiza precisamente superando la oscuridad de la duda y de la angustia.

Recelamos del misterio de Dios y nos resulta difícil abandonarnos en sus manos providentes. En pocas palabras, tenemos miedo a confiar en Dios a creer en el, poniéndonos totalmente en sus manos. Es cierto que para creer realmente en Dios hemos de prescindir de nuestras seguridades, que nos parecen siempre tan “razonables”, hemos de dejar la tierra firme para caminar sobre las olas en medio de la tempestad o entre las dunas movedizas del desierto de la vida.

Sálvame Señor

No acabamos de entender que la fe en Jesús es una invitación a firmar en blanco un seguro evangélico a todo riesgo, brindándonos él una certeza y confianza superiores a toda seguridad humana; una garantía total que nada tiene que ver con las precauciones y cautelas de nuestro egoísmo. Es imposible creer realmente en Dios, sin querer arriesgar nada, confundidos por el fantasma del miedo y las dudas.

Cuando en nuestro ambiente se nos oscurecen los signos de Dios, porque fallan el amor y la amistad en el mundo de los humanos, la fidelidad en el matrimonio, el respeto por la vida, la justicia y los derechos humanos en la sociedad; cuando el bien y la verdad parecen huir en retirada ante el empuje del mal y de la mentira; cuando nos golpean con rudeza la enfermedad, los accidentes y la desgracia,  entonces inevitablemente se nos hace más difícil seguir creyendo en Dios y en los seres humanos.

Surgen las crisis de fe, la duda sobre Dios y la desesperanza de la posible fraternidad humana, nos envuelve el miedo, aparece el desánimo y la desconfianza hacia el futuro. Todo ello son señales inequívocas de una fe débil que queda a la intemperie y sin raíces, tanto en la gente joven como en los mayores. En esta situación hemos de suplicar humildemente como Pedro: sálveme Señor, no permitas que hunda.

+Juan Navarro Castellanos

V Obispo de Tuxpan

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