¡Cien años a la vista! ¡Los náufragos te saludan!

Por María Luisa Mendoza / Excélsior

Vivíamos dentro del periódico Excélsior, es decir, antes de que nuestro cuartito mágico fuera una oficina más de mi diario. Paseo de la Reforma, casa habitación de gente importantísima como Rafael Solana o Wilberto Cantón. Yo me dije aquí tengo que vivir, igual que luego de los años en la casa de Alberto Isaac y  Lucero, en la calle del General Zuazua me comprometí a lo mismo… y lo cumplí. En Reforma desfilaban los meros carcamoneros del teatro, como Barrault o Arthur Miller… Rafael o Wilberto eran los anfitriones y nosotros los invitados mirones de la escena y claro está, periodistas de Excélsior. Eduardo Deschamps y yo hicimos el departamento más bello de Paseo de la Reforma. Desde allí vimos pasar a Kennedy y López Mateos en un carro descubierto y la gente gritando de felicidad a su paso como no se ha repetido quizá nada más con los dos Papas que nos ha tocado vitorear. Ellos y nosotros éramos tan jóvenes que estamos a punto de olvidarlo. Creo, no me hagan caso, por los balcones de mi periódico contemplamos algún desfile cuando era sede del PRI o del PRM, francamente no me acuerdo bien porque yo era muy chica e incapaz de imaginar siquiera ir a vivir junto donde ahora, por cierto, es una oficina de mi periódico del que hablo, es decir, que mi casita partido el cuarto que era en dos por mi hechicero talento: un clóset divisorio, la recámara con una cama forrada de pana convertida a su vez en sofá de sala, un gran librero-repisa envolviendo todo el espacio de ese hogar deslumbrante; mi mesa de trabajo me la construyó Manuel Felguérez y hay que ver aún lo hermosa que es. El comedor lo compramos en La Lagunilla: mesa y cuatro sillas de madera y alambrón. Los cuadros llegaron después.

En ese ámbito pasó todo: Excélsior al lado, estallando una madrugada y mi esposo desapareciendo a investigar, y yo en la ventana envejeciendo —sigo—. Los viajes primeros, los compañeros de Eduardo visitándonos, los aún vivos gracias a Dios: nuestro compadre Miguel López Azuara, y los idos: Del Villar, Piazza, Loubet, Garibay… En fin, tantos comiendo los caldos de Wendolina, nuestra cocinera, y nuestro perro de entonces, Lord Koechel. Éramos muy felices, íbamos a Acapulco gracias a las célebres cartas de crédito del periódico y hasta en barco navegábamos (me acuerdo de una vez en que me intoxiqué con mariscos y Eduardo me llevó a la Cruz Roja y al día siguiente tomamos carretera y nos detuvo mil horas un paro X y yo ardiendo en calentura… recuerdo que mi esposo me metió debajo del auto para medio salvarme de la muerte que se carcajeaba de vernos a los payos de provincia en apuros).

Todo esto lo estoy contando porque es lo mío y de mi periódico. Toda la vida quise escribir allí y cuando se me hizo no salía del asombro de tratar a mis cuates de redacción ya hechos unos importantazos como Julio Scherer, Manuelito Becerra Acosta y Bambi, la princesa de sociales. Nunca me hubiera imaginado que ese emporio periodístico se iba a acabar para seguir siendo luego, con el tiempo de vacas flacas donde muy pocos subsistíamos sin pago alguno —cinco años, como le consta a René Avilés Fabila que pasó ese desierto conmigo luego de dirigir El Búho—, hasta el presente renacer contra viento y marea. Cien años, con su venia…

Cuando mis compañeros becarios del Centro Mexicano de Escritores cumplimos 50 años de haber embestido ese espléndido pasado, yo dije un discurso asegurando que esos 50 años todos los teníamos… no es el caso entre los sobrevivientes de Excélsior de hace toda la existencia y a la fecha, más bien los que quedamos después de ser náufragos no llegamos a los 90, claro está, y el año que entra, si Dios nos presta vida, sí cumpliremos junto con nuestro diario bienamadísimo 100, ¡cien años!, ¡chúpate esa!, cienañeros para servir a usted, locos del corazón, enamorados de nuestras planas, luchones por ser originales y suavizar un poco el dolor de nuestros lectores con tanta fregadera que ocurre y para eso echando mano del propio destino que tiene que ser diferente a cualquier otro y de ese modo decirle a quien nos lee que él también tiene una historia tal como la nuestra y por eso se la devolvemos.

Somos mexicanos sin fruta vendible, somos del mismo origen, de igual provincia, del mismo patio con fuente, corredor de gorriones, azotea con su tinaco de agua fresca y limpia y una historia por relatar parecida o igual a la de quien en las mañanitas abre nuestro Excélsior y adquiere la verdad, ríe, llora, se asombra y sabe a qué cine ir en la tarde…

Como antes, como hoy en cualquier ciudad grandiosa del mundo, y como mañana nuestros hijos y nietos: Excélsior, el Periódico de la Vida Nacional está en sus manos por un México mejor.

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