El Coliseo, máquina de poder

Rosella Rea, directora del Coliseo, acompaña a ABC Cultural en una visita excepcional por zonas cerradas al público y recién restauradas de este prodigioso monumento

 

Por: Marina Valcárcel/ABC Cultural

 

«Debemos cerrar los ojos e imaginar esta galería… Los arqueólogos han encontrado zonas estucadas en color y muchos frescos. Ahora sabemos que el interior del Coliseo era rojo. Sólo el exterior era claro, del color del travertino. La arquitectura antigua estaba siempre pintada en colores vivos; al olvidarnos de ello nos alejamos de la realidad», indica la doctora Rea, mientras paseamos por esta galería que empezó a ser restaurada en 2012 -gracias a Tod’s, empresa que, con 25 millones de euros, está financiando la restauración del edificio- y se ha terminado ahora. Es un lugar cerrado al público. «Estamos en las zonas altas, en una galería intermedia destinada a la plebe. Es la única conservada en su estado original, con sus frescos, grafitis e inscripciones».

En ella, la muchedumbre se agolpaba para inyectarse la adrenalina pura de la sangre y la muerte del espectáculo que celebró los cien días de fiestas que, en el año 80 d. C., inauguraban, gracias al emperador Tito, el Coliseo de Roma. Robert Hughes insiste en que debemos abandonar la imagen virtual de las series y los videojuegos de una «Roma toda blanca»: «La de verdad era la Calcuta del Mediterráneo: atestada de gente, caótica y mugrienta», escribe en Roma.

Desde este punto se tiene, por su altura, la vista más impresionante del Coliseo. Observamos el descomunal esqueleto de esta bestia de piedra abierta en canal, con sus costillas de pasadizos subterráneos, sus arcadas al cielo, los ojos vacíos de sus vomitorios, la piel rugosa de su hormigón y su travertino cuajado de cicatrices, ese avispero de agujeros que dejaron las grapas metálicas de los bloques de piedra a medida que fueron arrancadas y fundidas.

Resurrección

Desde aquí el coloso resucita y vuelve al siglo I: 50.000 espectadores entran hasta el graderío. Ochenta puertas coronadas por 150 estatuas de bronce y 40 escudos dorados sobre el nivel más alto conmemoran las conquistas militares. Los senadores y magistrados se sientan cerca de la arena; la plebe, en bancos de ma- dera de las alturas; las mujeres y los esclavos en el último piso. Sobre las ventanas del más alto, las vigas decoradas sujetan el velarium, que se despliega movido por una unidad especial de marineros de la flota de Miseno cubriendo el anfiteatro de bandas de lona de vela de barco que preservan a los espectadores del sol y los riegan con vapor de agua, perfume y pétalos. El emperador, su familia, las vestales y las sacerdotisas se sientan en el podium. Por la Porta Triumphalis entra la comitiva: gladiadores, músicos y cazadores; enfrente, por la Porta Libitinaria, saldrán los cadáveres mutilados.

La arquitectura antigua estaba pintada en colores, al olvidarlo nos alejamos de la realidad

Las palabras de la directora del monumento cobran sentido: «Lo que impresiona al espectador no es tanto la visita en sí como el hecho de estar aquí». ¿Cómo entender este secreto de ingeniería arquitectónica? El Anfiteatro Flavio alcanza una altura de 52 metros; el eje mayor mide 188 y el menor, 156. El área total ocupada por la arena es de 3.357 m2. Los romanos contaban con la mano de obra de los esclavos. Pero, ¿cómo es posible construir en ocho años un monumento capaz de albergar a 73.000 personas sin las herramientas motorizadas de hoy? ¿Quién inventa el sistema de rampas y pasadizos que permitían el alojo y desalojo del público en apenas 15 minutos? De exactitud matemática, es el que perdura hoy en la mayoría de los estadios del mundo y, desde luego, en todas las plazas de toros que salpican la geografía de nuestro país.

Los romanos toman tantas cosas del arte griego que a veces se les considera meros continuadores. Sin embargo, en arte tan importante es el que crea como el que transmite. Los romanos fagocitan la arquitectura y la escultura griegas, pero la dotan de utilidad, la multiplican en su capacidad de ingeniería, técnica y política. Su arte se entiende mejor que nunca desde este punto del Coliseo: es una indescriptible máquina de propaganda del poder imperial. Y el engranaje de esta maquinaria se activaba por dos generadores: la innovación en los materiales y la naturaleza de los espectáculos.

«El Coliseo, el Panteón, incluso alguna catedral gótica son piezas del pasado que ningún arquitecto moderno se atrevería a construir hoy», nos hace ver desde su estudio Rafael Moneo. «Tiene esa fuerza de definición del todo que en algunos momentos demanda la arquitectura con una condición rotunda y una dimensión inmensa. A diferencia del Panteón, resuelve a un tiempo algo hermo- so: el problema de forma y uso. Es una arquitectura que viene del teatro griego, pero en el caso del Coliseo, todavía va más allá, con esa planta ligeramente ovalada, esas medidas determinadas y ese doble foco que tiene la elipse frente a la condición más estricta, más dura, del círculo», añade Moneo.

«La Roma de verdad era la Calcuta del Mediterráneo», escribió Robert Hughes

La arquitectura romana era ante todo práctica. Cumplía con rigor militar su función propagandística: difundir pequeñas Romas a lo largo del imperio. Todas tendrían su foro, su basílica, su acueducto, su anfiteatro… Para ello, Roma se apoyó en dos descubrimientos revolucionarios: el hormigón y el ladrillo. La arquitectura griega estaba basada en la línea recta. El genio romano construye estructuras curvas. Esto no se podía hacer, no en cualquier magnitud, en piedra tallada. Se necesitaba una sustancia plástica y maleable, y los romanos la hallaron en el hormigón. Con él levantaron acueductos, arcos, cúpulas y carreteras. Era el material del poder y la disciplina; fuerte y barato, lo que permitía construir estructuras muy grandes. Y el tamaño tenía un atractivo especial para los romanos a la hora de construir su imperio. Pero además, con la producción de ladrillos, llegaron a generar un material a un nivel casi preindustrial. Cada colonia del imperio tenía su fábrica, cada una con su peculiaridad local, explica la doctora Rea.

Sin autor conocido

No se sabe quién fue el arquitecto del Coliseo. Sólo podemos imaginarlo a través de ese cuadro de Alma Tadema en el que le representa como un hombre maduro, pensativo, que con la mano izquierda se aprieta la barbilla, mientras dibuja con la otra sobre la arena el primer boceto. Es como si el pintor neerlandés hubiera querido honrar la arquitectura a través del dibujo que este artista imaginario presenta a Vespasiano y que parece contener todas las arquitecturas posteriores: desde San Petersburgo hasta el Capitolio en Washington.

Barbara Nazzaro, directora técnica del Coliseo, acompaña a la doctora Rea. Ambas sugieren despedir la visita con un «descenso a los infiernos». Los sótanos, a unos seis metros de profundidad, son un entramado de túneles de piedra ennegrecida, olor a humedad y agua que corre entre nuestros pies. Allí recordamos la leyenda negra de Nerón. Él mandó edificar en este valle la piscina artificial de su Domus Aurea. Su suicidio en el año 68 y posterior damnatio memoriae -una suerte de ley de antimemoria histórica- sólo sirvió para enterrar la residencia imperial. El emperador acabó dando su nombre a la bestia. Coliseo no significa edificio gigantesco, sino lugar del coloso: una estatua suya, de 35 metros, en bronce, que presidía el vestíbulo de ese prodigio de extravagancia de Nerón que fue su residencia.

Asombro del pueblo

Los sótanos son la maquinaria secreta que accionaba los espectáculos en honor del emperador: escenarios fastuosos, bosques artificiales y efectos especiales. Acogen desde la dársena que albergaba las embarcaciones para las naumaquias hasta los espectáculos de caza. Los animales exóticos deslumbraban al pueblo: leones, panteras, tigres y elefantes de África; jabalíes, osos y ciervos de Alemania. Por medio de unos montacargas, ascendían hasta la arena en intervalos de minutos. Al principio, los ascensores eran 28: «Eran necesarias más de 200 personas para ponerlos en marcha», precisa Rea. Más tarde se construyeron 32 montacargas más. Alrededor de un millón de animales salvajes se mataron en el Coliseo, según Dion Casio. Las plantas que crecen hoy entre las piedras constituyen un legado de estos animales: fueron ellos los que trajeron desde tierras lejanas las semillas.

En los siglos posteriores, el anfiteatro fue de quien se lo apropiaba: monjes de los conventos cercanos; familias aristocráticas -como los Frangipani- que lo fortificaban; gente común que lo convertía en refugio, negocio, casa. Con el tiempo, esta indeterminación adoptó contornos diabólicos: será cantera para otras iglesias o sueño en los proyectos de Bernini y Fontana, que quisieron edificar otras en su arena. «Mientras el Coloso siga en pie, Roma seguirá en pie: cuando caiga, caerá Roma: cuando caiga Roma, lo hará el mundo». La sentencia, atribuída a Beda el Venerable, parece una profecía que reviste al monumento de una responsabilidad fundamental, situándolo como testimonio de la supervivencia de la Historia, espejo de Roma y del mundo.

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