La corona envenenada de Maximiliano de Habsburgo

¿Por qué aceptó el archiduque el trono que le ofreció Napoléon III?

 

Por: Isabel Margarit/La Vanguardia

 

La ejecución del Emperador Maximiliano, de Édouard Manet, 1868.

Escandaloso. Así calificó el Segundo Imperio Francés el lienzo de la ejecución de Maximiliano de México pintado por Édouard Manet. El artista plasmó al reo –que aparece flanqueado por sus fieles generales Miguel Miramón y Tomás Mejía– ataviado con sombrero mexicano, mientras los hombres del pelotón de fusilamiento visten uniforme galo. Manet remata su feroz crítica a las ambiciones expansionistas de Francia imprimiendo al soldado que revisa su fusil los rasgos de Napoleón III.

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No fue la única voz que se alzó contra aquel proyecto imperialista, cuyo chivo expiatorio fue Maximiliano. Victor Hugo pidió por carta a Benito Juárez, líder de los liberales radicales, que perdonara la vida del emperador mexicano. Para Hugo, “Napoleón el pequeño” no era más que un usurpador, que había colocado a otro usurpador, un Habsburgo, en el trono de México. La liberación de este daría grandeza a la causa republicana. Pero las peticiones de indulto no surtieron efecto. La aventura mexicana de Maximiliano acabó de modo trágico en Querétaro.

Un territorio conflictivo

En apenas cuatro décadas, entre la independencia que puso fin al dominio español y la llegada al poder de Benito Juárez en 1858, hubo más de cincuenta gobiernos en México. Aquella permanente inestabilidad, marcada por las luchas intestinas entre las diferentes facciones, culminó con la llamada guerra de la Reforma, que impulsó a Juárez como líder del republicanismo liberal.

Tras acceder a la presidencia, este carismático político, hijo de indios zapotecas, emprendió la nacionalización de los bienes eclesiásticos y decidió suspender el pago de la deuda exterior por dos años. Aquella medida, motivada por la angustiosa situación financiera mexicana, desencadenó la intervención de los países más afectados: España, Francia y Gran Bretaña. El papa Pío IX apoyó esta invasión al desaprobar el reformismo anticlerical de Juárez, que atentaba contra los privilegios de la Iglesia en aquel país.

En diciembre de 1861, el general Juan Prim llegó a Veracruz al frente del cuerpo expedicionario español. Este se vio reforzado un mes más tarde por los destacamentos francés y británico. El amplio despliegue en las costas mexicanas obligó a Juárez a garantizar el cumplimiento de las demandas de las tres potencias europeas. El acuerdo, ratificado por los Tratados de la Soledad en 1862, satisfacía las pretensiones de España y Gran Bretaña, cuyas tropas fueron reembarcadas.

Sin embargo, Napoleón III ordenó a su ejército avanzar hasta la capital. Planeaba expandir los intereses económicos de Francia y, con el pretexto de crear en México un imperio latino, contrarrestar la influencia de Estados Unidos. Era un buen momento. Los vecinos del norte, su principal obstáculo, se hallaban inmersos en un conflicto civil, la guerra de Secesión.

Tras numerosos contratiempos motivados por las condiciones del terreno, los cambios climáticos, la diferencia de altitud, los brotes epidémicos y la hostilidad de la mayor parte de la población hacia los invasores, los franceses llegaron a la capital en junio de 1863.

Napoleón III consideró que Maximiliano era el candidato idóneo para ocupar el trono de México por su carácter bienintencionado y maleable.

El presidente Juárez se retiró a la zona septentrional, cerca de la frontera, junto a sus seguidores, desde donde establecería la estrategia para tratar de retomar el poder. Tras esta derrota republicana, una comisión formada por miembros del partido conservador, con el apoyo de la Iglesia católica, viajó hasta Trieste para entrevistarse con el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano de Francisco José, el emperador austríaco. Maximiliano, con afán de una notoriedad de la que le había privado su hermano mayor, era bienintencionado y maleable, y Napoleón III le consideró el candidato idóneo para ocupar el trono de México.

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Maximiliano recibe la delegación mexicana en Trieste. Pintura de Cesare Dell’Acqua, 1867.

El destino del segundón

En la rígida corte vienesa, el destino del segundón quedaba marcado desde la cuna. Maximiliano fue creciendo a la sombra de Francisco José, que a los dieciocho años se convirtió en soberano del poderoso Imperio austrohúngaro.

El carácter abierto, alegre y fantasioso de Maximiliano contrastaba con la seriedad y la extraordinaria disciplina de su hermano mayor. Maxi –como le llamaban familiarmente– era el preferido de su madre, la archiduquesa Sofía, que no por ello se mostraba menos severa con él.

En los mentideros de Viena corría el rumor de que aquel niño travieso, rubio y de ojos azules era fruto de la relación de la archiduquesa con el hijo de Napoleón Bonaparte, el duque de Reichstadt. De ser cierta semejante hipótesis, se daría la circunstancia de que Maximiliano sería nieto del Gran Corso. Sofía, casada con el archiduque Francisco Carlos, mantuvo una estrecha amistad con “el Aguilucho”.

En 1832, dieciséis días después de la llegada al mundo de Maximiliano en el palacio vienés de Schönbrunn, el joven duque moría de tuberculosis. Leyenda o realidad, lo cierto es que la sombra de los Bonaparte planeó sobre Maximiliano de principio a fin de su vida.

Pasión por el mar

Los archiduques austríacos recibían una amplia formación en el ámbito académico y militar. Maximiliano aprendió, además, varios idiomas, como el italiano, el húngaro, el polaco o el checo, propios de los dominios imperiales. Inconstante en los estudios, le apasionaba el coleccionismo y sentía gran inclinación por el dibujo y las ciencias naturales.

Si Francisco José era un ejemplo de moderación, su hermano tenía una tendencia natural al despilfarro. Desde muy joven acumuló deudas por sus múltiples y costosas aficiones. Entre ellas, un entusiasmo desmedido por las edificaciones. A los diecisiete años hizo erigir Villa Maxing, en las proximidades del parque de Schönbrunn. El joven archiduque supervisó hasta el más mínimo detalle de su construcción.

Maximiliano quería hacer del imperio de los Habsburgo una potencia marítima que compitiera con Inglaterra y Francia.

Otra de sus grandes pasiones fue el mar. La navegación daba rienda suelta a su talante aventurero. En 1850 realizó su primera travesía por el Mediterráneo, junto a Carlos Luis, el tercero de sus hermanos y el más estimado.

Poco después entró al servicio de la marina de guerra austríaca, con sede en Trieste, principal puerto de mar del Imperio. Nombrado cuatro años después comandante en jefe de la Armada, durante su mandato esta experimentó una notable remodelación y un importante avance técnico. Maximiliano quería hacer del imperio de los Habsburgo una potencia marítima que compitiera con Inglaterra y Francia. Otro de sus grandes logros fue instituir un Ministerio de Marina que agrupara bajo su mando todos los asuntos navales.

Pero al archiduque no le interesaban únicamente los aspectos militares. Hombre ilustrado y espíritu inquieto, ideó expediciones de carácter científico, como la realizada por la fragata Novara, el primer buque de guerra austríaco en dar la vuelta al mundo.

La Novara regresaría cargada de miles de muestras botánicas, zoológicas, etnográficas y antropológicas, que forman parte de los fondos del Museo de Historia Natural de Viena. A bordo de la fragata llegó a Europa también un gran cargamento de hojas de coca, que utilizaría para su labor investigadora el químico alemán Albert Niemann. Pronto se ensayaría el uso de la cocaína como analgésico y anestésico.

Sin embargo, Maximiliano no siempre contó con el apoyo del emperador ni con el de los círculos gubernamentales. Decepcionado, renunciaría a su cargo en 1863. Finalmente, “su” Ministerio de Marina quedaría bajo la jurisdicción del Ministerio de la Guerra.

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Retrato del emperador Francisco José de Austria, por Franz Schrotzberg.

Un virrey frustrado

Tanto el estilo de vida del archiduque como alguna de sus empresas eran totalmente desmedidos. Cuando abandonó Viena para instalarse en Trieste, alquiló la Villa Lazarovich, una espléndida mansión que transformó de modo opulento y que amuebló con piezas nuevas y otras adquiridas en sus viajes.

Durante una de sus escalas en Portugal, Maximiliano se enamoró apasionadamente de María Amelia, hija del emperador Pedro I de Brasil. Pero, poco antes de dar a conocer su compromiso, ella murió de tisis. En sus memorias, Maximiliano evoca con tristeza la isla de Madeira, ya que fue allí donde “se apagó la vida que parecía destinada a garantizar mi única y tranquila felicidad”. Siempre permaneció en su recuerdo.

Maximiliano quiso reformar la Constitución de Lombardía-Véneto para hacerla más liberal, pero el emperador no aceptó sus propuestas.

Sin embargo, el sueño de soberanía del Archiduque llevaba implícito un matrimonio que garantizara la sucesión. La candidata elegida fue Carlota de Bélgica, hija del rey Leopoldo I. Aquella joven bella, culta e inteligente aportaba, además, una riquísima dote al matrimonio, algo muy valioso para tratar de compensar las deudas de Maximiliano.

La pareja contrajo matrimonio en 1857, una vez que el emperador de Austria cumplió con la condición solicitada por el monarca belga. Leopoldo reclamaba para el futuro esposo de su hija “una posición acorde con su alta alcurnia”.

Francisco José designó entonces a su hermano virrey de Lombardía-Véneto, pero sus atribuciones fueron meramente representativas. El emperador no aceptó las propuestas de Maximiliano, que pretendía reformar la Constitución para hacerla más liberal y modificar la administración de aquel territorio. En abril de 1859 llegó desde Viena la orden de su destitución.

Dos meses después, en pleno proceso unificador de Italia, las tropas austríacas sufrían una importante derrota en la batalla de Solferino. Como resultado de aquel descalabro, Lombardía pasaba a poder del rey de Cerdeña, Víctor Manuel II.

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Representación de la batalla de Solferino en 1859, de Adolphe Yvon.

Durante el breve período virreinal, las voces críticas recriminaron al archiduque su derroche. Esa predisposición alcanzaría su máximo exponente en Trieste. Miramar, el castillo blanco edificado a orillas del mar Adriático, constituyó el mejor símbolo de las pretensiones regias de su dueño. En su gigantesco parque quería construir un museo que albergara su inmensa y heterogénea colección de piezas arqueológicas de las más variadas culturas, objetos artísticos y curiosidades etnográficas. No pasó de mero proyecto. En su destino se cruzó una Corona.

La primera experiencia imperial en México había sido efímera. Apenas ocho meses permaneció Agustín I en el trono. Un pronunciamiento del general Santa Anna, con el apoyo de los sectores republicanos, acabó con el imperio en 1823.

No obstante, cuatro décadas después, los monárquicos mexicanos consideraron que un nuevo soberano pondría fin a las guerras civiles. Estos conflictos habían impedido la paz social y arruinado las finanzas del país. Por ello, apoyaron la propuesta de Napoleón III de otorgar la Corona a Maximiliano de Habsburgo, un príncipe ilustrado, católico y al que creían de ideas conservadoras.

Maximiliano llegó a México con la esperanza de pacificar el país e impregnarlo de valores europeos.

El 10 de abril de 1864, en el castillo de Miramar de Trieste, el archiduque aceptaba esa responsabilidad, pese a las reticencias de su hermano, el emperador Francisco José, que albergaba serios recelos sobre aquella aventura mexicana. Como requisito para su aprobación, Maximiliano había demandado el consenso del pueblo mexicano ante la restauración monárquica. Pero el plebiscito fue una farsa. Para no disuadir al archiduque, los resultados se habían manipulado.

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Castillo de Miramar, en Trieste, c. 1880.

Dos meses más tarde, el nuevo emperador hacía su entrada en México, con el deseo satisfecho de ostentar una Corona y con la esperanza de pacificar el país e impregnarlo de valores europeos. Aquel soberano impuesto difícilmente podía encajar en un marco geográfico, histórico y cultural que guardaba tan pocas concomitancias con la estricta y protocolaria corte de Viena.

Para Maximiliano, la base en la que se fundamentaba la empresa mexicana era el compromiso de Napoleón III de apoyarle. Obligado por la situación económica de México, Maximiliano concertó un colosal empréstito del Estado francés, con el objeto de cubrir las deudas y asegurar la financiación del país.

Los ingresos que esperaba obtener se dedicarían a la devolución de las obligaciones. Maximiliano quedó, pues, a merced de la benevolencia de Francia, que había planteado aquel proyecto como una aventura colonial.

El emperador tan solo tenía a su lado a las clases conservadoras y a una parte del Ejército. En poco tiempo perdería incluso estas adhesiones. Como sostiene el historiador austríaco Konrad Ratz, Maximiliano era un pensador político, pero no un político auténtico.

Sin tener en cuenta sus verdaderos apoyos, aprobó medidas liberales que decepcionaron a sus principales valedores, sin lograr el respaldo de los beneficiados por las mismas. Bajo el lema “Equidad en la justicia”, el nuevo soberano reformó las leyes agrarias, redujo la jornada laboral a diez horas, anuló la deuda de peones y jornaleros y prohibió los castigos corporales. En su intento de mejorar las condiciones de vida de sus súbditos también tuvo que ver la emperatriz Carlota, influida por las doctrinas del socialista utópico francés Victor Considerant.

En un reciente estudio, la investigadora mexicana Esther Acevedo afirma sobre la breve pero intensa acción del emperador: “Como liberal, Maximiliano no hizo caso de las exigencias de la Iglesia, promovió la tolerancia de cultos, la nacionalización de los bienes del clero, así como la publicación de leyes en náhuatl, e incluso pensó en devolver las tierras a los indígenas”. Fomentó, además, la construcción de las tres cuartas partes del ferrocarril de Veracruz a Ciudad de México, porque creía de vital importancia el desarrollo de un buen sistema de comunicaciones para el avance del país.

La denominada calzada de Emperadores (actual paseo de la Reforma), una avenida de varios kilómetros que une el centro de la ciudad con el castillo de Chapultepec, se creó bajo su mandato. Este castillo, antigua residencia de los virreyes españoles, se convirtió en la residencia habitual de la pareja imperial.

La seguridad de Maximiliano en el trono de México duró tanto como la guerra civil norteamericana.

Sin embargo, pese a su compromiso político y social, no obtuvo el apoyo de sus súbditos. Los liberales consideraban a Maximiliano un invasor. Para los sectores conservadores y la Iglesia católica se había convertido en un traidor.

En ese contexto, su seguridad en el trono duraría tanto como la guerra civil norteamericana. Finalizada esta, Estados Unidos pudo hacer frente al desafío de Napoleón III. Fiel a la doctrina Monroe, la ascendente potencia no estaba dispuesta a tolerar, al sur de su territorio, la existencia de un imperio regido por una dinastía europea. El presidente Andrew Johnson reconoció a la Junta Insurreccional de Benito Juárez como el único gobierno legal de México. Reunió tropas en la frontera y planteó la intervención militar.

Ante la amenaza estadounidense y la dificultad para obtener recursos financieros capaces de sostener aquella campaña militar, Napoleón III anunció en 1866 la retirada de sus tropas. En esta resolución intervino otro factor decisivo, que tenía como escenario el Viejo Continente. La política expansiva de Bismarck era cada vez más agresiva. Tras la derrota del ejército de Francisco José en la batalla de Sadowa, Prusia se había convertido en la bestia negra de las potencias europeas.

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Retrato del emperador Napoleón III, por Jean Hyppolite Flandrin.

Dejado a su suerte

La retirada del contingente militar francés en México fue paralela al avance de las fuerzas republicanas de Juárez, que ocuparon, una tras otra, las plazas abandonadas. Asimismo, la mayor parte de soldados austríacos y belgas que se alistaron para apoyar al Imperio mexicano regresaron a sus respectivos países. Los alicientes iniciales de aquella aventura se habían ido desvaneciendo. Tan solo permanecieron siete mil reclutas que se enrolaron en un ejército nacional mexicano recién fundado por Maximiliano.

Ante aquella crítica situación, el emperador se planteó abdicar. A finales de 1866 embarcó sus colecciones, archivos y obras de arte con destino a Trieste. Pero su concepto de honor le retuvo finalmente en aquel avispero.

Mientras tanto, la emperatriz Carlota viajó a París para implorar ayuda a Napoleón III. El soberano galo se mantuvo firme: “Ni un hombre más, ni un franco más”. Ante las reiteradas negativas de este, la emperatriz empezó a proferir insultos y arrastrarse por el suelo. Eran los primeros síntomas de un trastorno psíquico que se agudizaría con el paso del tiempo.

En su desesperado peregrinar en busca de apoyo, Carlota llegó a Roma, pero los resultados fueron igualmente infructuosos. El pontífice se sentía decepcionado por las medidas reformistas que, en materia religiosa, había adoptado el emperador mexicano. Para Maximiliano la suerte estaba echada.

Tras la caída de Querétaro, después de un largo asedio, fue detenido con sus generales Miramón y Mejía. Se celebró un juicio militar y fueron condenados a muerte. Pese a tener en su mano un gesto generoso, Benito Juárez resistió todas las presiones y mantuvo la sentencia. El 19 de junio de 1867, en el cerro de las Campanas, eran ejecutados los últimos símbolos del Segundo Imperio mexicano.

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