La escritura

 Por Baltazar López Martínez

Escritor tuxpeño

 

 

Mi padre siempre pensó que eso de escribir poemas era asunto de holgazanes. Poemas o novelas o lo que fuera: no podía haber una justificación en el mundo para que alguien malgastara su vida aporreando las teclas de una máquina de escribir. Él consideraba de mayor utilidad pegar ladrillos o arreglar lavadoras. Pero eso de escribir, decía, es pura pérdida de tiempo.

 

 

Pero la escritura es un vicio abrasivo, tanto o más que el otro, el de leer libros. Una vez que los contraes no hay poder humano que te los arrebate. En mi caso, prefiero escribir a solas, y pocas veces doy a leer lo que escribo. En cambio puedo leer en las situaciones más insólitas. Por eso no me sorprende que Borges, el escritor, dijera: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído”. Lo entiendo. Lo comparto.

 

 

Ahora, con esto de la Internet, leo la mayor parte del tiempo en la computadora. Se trata de libros digitalizados, imposibles de conseguir por otros medios. A diferencia de muchos lectores de mi generación, no tengo prejuicio alguno sobre la lectura en pantalla. ¿Cómo podría tenerlo, si en la red hay miles de libros esperándome? No importa que sólo existan como fugaces combinaciones de unos y ceros en el corazón del ordenador. Jamás podré tenerlos en la mano, es cierto, pero sí en la mente y en la imaginación.

 

 

Pero en la prehistoria de mi vida leí libros de verdad, hechos de papel y tinta y pegamento. Los leí en autobuses, en automóviles de alquiler y en colectivos. Leí en trenes, en salas de espera, en hospitales, en parques y restaurantes. Leí de noche, acompañado de cigarrillos y café.

 

 

A lo largo del tiempo de mi vida, que se acerca ya a los cincuenta años, me encontré con personas que compartían la mentalidad de mi padre, al mirar con extrañeza cómo un adulto en edad de serle útil a la patria, desperdiciaba el tiempo leyendo. Confieso que pocas veces pude dar respuesta a la pregunta obligada: ¿sirve de algo leer todos esos libros? Ahora te lo pregunto a ti, hipotético lector: ¿sirve de algo leer libros o lo que sea que te guste leer?

 

 

Hace unos días vi dos de las veinticuatro lecturas que dio el profesor William Dunham, de la Universidad Estatal de Ohio, las cuales aparecieron en formato de DVD, sobre la vida y obra de grandes matemáticos. La serie se llama Great Thinkers, Great Theorems. En ella expone el profesor Dunham, con asombrosa claridad y de manera amena, las obras maestras del pensamiento matemático. Fiel a mi comportamiento aleatorio me salté directo a los capítulos 6 y 7, referentes a la vida y obra de Arquímedes.

 

Arquímedes fue notable por sus métodos para calcular el volumen y el área de la esfera, por la enunciación de las leyes de la palanca, pero sobre todo por su genial demostración de la cuadratura del círculo, es decir, el método para conocer el área de una superficie circular.

 

Descuiden, no los aburriré ahora con disertaciones matemáticas. Les diré en cambio que el repaso a las condiciones en las que Arquímedes desarrolló sus teoremas me causó asombro. En nuestros días cuando pensamos en matemáticas pensamos en álgebra, en números arábigos, en las nociones de aritmética y geometría que aprendimos a marchas forzadas y casi a ciegas durante nuestros años escolares.

 

 

En estos días las matemáticas poseen, por decirlo así, un lenguaje propio, una simbología rigurosa que impide cualquier clase de ambigüedad, de un modo tan complicado que se volvieron misteriosas. Pero Arquímedes vivió del 287 al 212 antes de la era común. En esos años no había sistema numérico decimal, ni álgebra, mucho menos el sistema de notación de la lógica matemática. Casi no había libros, y los que había eran muy escasos. Tampoco había cuadernos, ni bolígrafos, ni calculadoras.

 

Arquímedes desarrollaba sus cálculos casi siempre en el suelo, valiéndose de una vara para trazar. También se adaptó una tabla con bordes sobre la que echaba arena. Escribía en la arena con un palito. Cuando se llenaba la “hoja”, la borraba con la mano y empezaba de nuevo. Pero lo más notable: a falta de un sistema de símbolos, Arquímedes enunciaba sus teoremas con palabras. Los pensamientos más rigurosos debían registrarse con palabras. ¡Con palabras!

 

Las palabras son el patrimonio más valioso que tenemos. La historia del pensamiento humano está formada de palabras. El pensamiento mismo consta de palabras. Fueron las palabras de Arquímedes movieron al mundo, no la palanca que pidió junto con un punto de apoyo. Este mundo de tecnología y desarrollos asombrosos lo es porque hubo pensadores que concretaron sus ideas en palabras.

 

 

Por eso es importante la lectura. Los libros encierran el compendio del pensamiento humano. Los libros extienden la imaginación de las personas, les dan un vocabulario para explicarse los fenómenos de la vida. Mientras más palabras conozca más rica será su vida interna, mayor la claridad de su pensamiento y más grande su entendimiento de los fenómenos naturales y de la sociedad.

 

 

Las palabras inician guerras, destruyen reinos, levantan pueblos. El poderío de las palabras es inmenso. Con ellas se escribieron los más grandes teoremas matemáticos pero también las ideas sociales que cambiaron al mundo. Con ellas escribió Dante la Divina Comedia y por ellas sabemos de los hexámetros de Homero. Hay que leer.

 

Mientras más leas más conocerás del mundo y de ti mismo. A final de cuentas de eso se trata, de conocerse  a uno mismo.

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