La retirada del rey cansado

 

Juan Carlos de Borbón ha sido una fuerza de la naturaleza

Un hombre llamado por el destino a torcerle el brazo a la realidad

 

Por Luz Sánchez-Mellado/El país

 

Todo en la vida tiene su liturgia. Aunque sea laica, terrenal y descarnadamente humana. Fue el Domingo de Resurrección de 2012 cuando empezó a gestarse la última estación del calvario, pasión y abdicación de don Juan Carlos de Borbón y Borbón como Rey de España. Ese día de primavera, con las típicas nubes y claros y la brisa que obliga a las señoras a arruinar sus vestidos nuevos con una chaqueta sobre los hombros, el Rey, la Reina, los Príncipes, las infantas Leonor y Sofía y su tía, la infanta Elena, salieron de misa en la catedral de Palma de Mallorca, hicieron un posado rápido para la prensa y fueron a almorzar a Marivent antes de salir corriendo cada uno por su lado, como corresponde a una familia numerosa, moderna y ocupada.

 

Todos, menos don Juan Carlos, que fue llevado directa y discretamente hasta un avión con destino a una cacería de elefantes en Botsuana de la que volvió una semana después, el 14 de abril, día de la República, con una cadera rota, el ánimo quebrado y su imagen pública tocada. Nada, nunca, volvería a ser lo mismo. En realidad, el Rey llevaba tiempo tocado. Acusando las secuelas de al menos diez costurones quirúrgicos en el cuerpo y no pocas heridas en el ánimo. En esa bonita foto de Pascua, con las niñas vestidas igualitas en verde inglés, tan ideales y tan monas para delicia de las revistas rosa, ya no estaba su querida hija Cristina, ni el que fuera su yerno preferido, Iñaki Urdangarin, ni los rubísimos hijos de ambos, apartados de la Casa y casi de la familia, por la imputación del duque de Palma en el caso Nóos meses antes. Tampoco había rastro de Jaime de Marichalar, exmarido de su hija Elena, ni de sus nietos Froilán y Victoria, de vacaciones con su padre por el reparto de vacaciones de los padres separados.

 

El Rey y la Reina, eso sí, posaron profesionales como llevaban haciendo cincuenta años, con sus congeladas sonrisas de circunstancias, palmo y medio de aire entre uno y otro, como corresponde a tantos matrimonios largos y puede que cansados. Ni frío ni calor desprendía la real pareja, como el tiempo ese día en la isla. Estaban por caer los auténticos chuzos de punta. Don Juan Carlos salió de la clínica San José de Madrid con un parche en el chasis —la prótesis de cadera que le colocó el doctor Villamor—, y una profunda vía en la autoestima. “Lo siento. Me he equivocado, no volverá a ocurrir”, musitó, mirando y no mirando a cámara, a los españoles de los que es jefe de Estado, con el gesto se diría que avergonzado de un niño pillado en falta. Renqueante, dolorido, apoyado en las muletas que tanto le incomodan y que aún no ha podido echar a la hoguera como ha declarado que quisiera. Le habían caído encima todos y cada uno de sus 74 antes joviales años.

 

Algo más que su cadera, que aún ha precisado hasta otras cinco dolorosas operaciones desde entonces, se había roto para siempre. Entre otras cosas, el cordón sanitario tácito entre los medios y la opinión pública que, en agradecimiento a los enormes servicios prestados a su patria, le había permitido ejercer su magisterio protegido de la crítica y el cuestionamiento de los ciudadanos. Pero también, quizá, le había hecho el flaco favor de, siendo de derecho inimputable, sentirse de hecho intocable como hombre y monarca.

 

Quizá por eso, porque sus bromas ya no hacían a algunos tanta gracia, porque sus pasos por el “taller” del quirófano habían dejado de ser anécdotas para convertirse en un asunto de Estado, y, sobre todo, porque los disgustos familiares habían pasado a ser escándalos institucionales, Su Majestad llevaba tiempo frustrado. Se le veía enfadado con su suerte, con los suyos, con él mismo, con la vida. “Vosotros lo que queréis es plantarme un pino en la tripa”, les espetó, arisco, a los periodistas que se interesaban casi lisonjeramente por su salud en una recepción en La Zarzuela en 2011. Él, que nunca había tenido ni un mal gesto ni una mala palabra ni una mala mirada. Los gestos en público a su esposa, la reina Sofía, como aquel “déjame hablar” proferido en una entrega de becas en 2012 ante la crème de la crèmede la banca, empezaron a incomodar no solo a su receptora. Paralelamente, los sondeos propios y ajenos empezaron a darle la espalda. La Reina, el Príncipe, incluso la relativamente recién llegada princesa Letizia, le tomaron la delantera en popularidad y aceptación ciudadana. El Rey ya no era el rey de las encuestas. La remontada, tantas veces exitosa en el pasado, con las fuerzas intactas, empezaba a antojarse complicada con el tiempo tasado y el calendario vital en contra.

 

Él mismo ha dicho que tomó la decisión la víspera de Reyes, el 5 de enero, día de su 76 cumpleaños, y que se lo comunicó al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el 31 de marzo. Dos años después de la foto del Domingo de Resurección en Palma, el calvario del Rey termina con su retirada.

 

Si fue así, no puede decirse que el Rey se vaya sin haber dado un acelerón final a su imagen pública. El doctor Miguel Cabanela, con sus dos últimas operaciones el pasado invierno, le devolvió la esperanza aún no cumplida de tirar las muletas a la basura. Se levantó, sí. Y anduvo. Viajó miles de kilómetros para vender la marca España a los jeques del Golfo. Estrechó manos, tiró de labia y de oficio. Fue el que solía. Habló con la Reina —que le había absuelto de sus feos con un beso en público en vísperas de la operación de Cabanela— y acordaron dar juntos sus últimos pasos como monarcas. Celebraron, con la fiesta del Premio Cervantes, las bodas de oro que no festejaron en su día. Fueron juntos, vestidos como novios, a la canonización de dos papas. Asistieron a la toma de posesión de la ministra Isabel García Tejerina. Incluso volaron juntos a la final de la Champions en Lisboa, con un Rey campechano como siempre y una Reina satisfecha en las gradas. Corría el aire entre ellos, de acuerdo. Pero quizá quisieron dejar unas bonitas fotos. Un bonito broche final a su reinado. Lo dijo él en su discurso de despedida. Habló de “cicatrices”, admitió “errores”, asumió “limitaciones”. Dijo querer dejar paso a la nueva generación. A nuevas energías. A nuevas ilusiones. El taller del quirófano no ha bastado. La chapa y pintura no han sido suficientes. El motor está cansado. Es ley de vida. Juan Carlos de Borbón y Borbón ha sido una fuerza de la naturaleza. Un hombre llamado por el destino a torcerle el brazo a la realidad. A hacer que las cosas sucedieran. Pero la realidad es terca y, quizá, le ha desbaratado los planes de irse con la corona puesta.

 

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