La saga de los aviadores estrellados

 Volar fascina y el peligro mortal de caer del cielo añade un riesgo más. Hay pilotos míticos por sus hazañas y otros por sus accidentes y aterrizajes forzosos. Personajes de enrevesadas biografías como Johannes Steinhoff o Melitta Schenk. Auténticos ángeles caídos.

 


Escribo la palabra “aeroplano” y me quedo con la mirada perdida en la pantalla, donde una niebla blanca se disuelve lentamente arrastrada entre un rumor lejano de motores por la corriente de aire de las hélices. Aviones… No hay aventura como la aventura de las máquinas aéreas, en la que a todos los riesgos habituales has de sumar el peligro mortal y constante de caer del cielo. Allá arriba todos son hijos de Ícaro. Desde que los audaces hermanos Wright alzaron el vuelo aquel inolvidable día de 1903 en las dunas de Kitty Hawk hasta la peripecia reciente del aparato con energías renovables Solar Impulse del dúo Piccard-Borschsby (el primero, por cierto, Bertrand Piccard, retoño de una familia que ha ido de lo más alto a lo más bajo: su abuelo, Auguste, ascendió a la estratosfera y su padre, Jacques, descendió a la fosa de las Marianas), la aviación está llena de historias fascinantes.

 

Los nombres de los pilotos que han dejado su estela en el fino aire titilan como estrellas en la gran pantalla del cielo. Ahí está Chennault, que encabezó el equipo acrobático conocido como Tres Hombres en el Trapecio Volante y luego reunió a 300 (¡siempre 300!) voluntarios estadounidenses para volar en la fuerza aérea de Chiang Kai-chek contra los japoneses en China en 1940: los Flying Tigers, ¡guau!, qué chaquetas. Por ahí vuelan también sir John Alcock, que se enfrentó en 1917 a tres hidroaviones turcos y derribó dos, cruzó el Atlántico por primera vez de Terranova a Irlanda (con Whitten Brown de navegante) y se mató al chocar contra un árbol en un aterrizaje con niebla en Francia no sin antes inmortalizarse en el cuadro de Ambrose McEvoy, ese gran retratista de valientes; o Frank Trenholm Coffyn, que pese a su ominoso apellido aprendió a volar de la mano de Orville Wright –su padre era el banquero de los hermanos alados–, fue piloto de pruebas para Curtiss, luchó en la I Guerra Mundial y consiguió la segunda licencia de piloto de helicópteros en EE UU a los 66 años. Y qué me dicen de Douglas Wrong Way Corrigan, que tras ayudar en la preparación del Spirit of St Louis de Lindbergh y convertirse él mismo en aviador y barnstormer (los pilotos de exhibición de las fiestas populares; la gente del Pylon de Faulkner, vamos) devino celebridad por accidente en 1938 al despegar de Nueva York rumbo a California y aterrizar, en cambio, ¡en Dublín!; volaba además en un viejo Curtiss-Robin usado que no tenía permiso para realizar vuelos sobre el Atlántico por falta de seguridad…

 

Steinhoff cabalgaba un Me-262, ese terrible ángel nazi a reacción al que ningún caza aliado alcanzaba

Ya ven que es hablar de aventuras aéreas y se me va la olla. Pilotos sobrevolando parajes agrestes dignos de Jack London en sus baqueteados hidroaviones, alas audaces transportando las sacas del correo sobre las dunas o los altos picos de los Andes, jovencitos convertidos instantáneamente en hombres –o en cadáveres– al surgir a la cola de su aparato la sombra roja del triplano del barón, tipos con lo que hay que tener rompiendo la barrera del sonido y envueltos de súbito en un trueno de plata. Sí, esta mano que teclea vehementemente una vez estrechó la de Chuck Yeager… Pero déjenme añadir otro gran personaje, una chica que merecería ella sola todo un reportaje: Florence Barnes, alias Pancho (!), aviatrix estadounidense nacida en 1901 que antes de descubrir los aeroplanos se casó con un predicador y luego se escapó para unirse a un circo. Fue después trampera, marinero y miembro de una cuadrilla de bandidos mexicanos entre los que obtuvo su apodo. En 1928 aprendió a volar, y en los años treinta se convirtió en doble de escenas de aviación en Hollywood, trabajando en filmes como Hell’s Angels. Años después regentó un bar, Pancho’s Fly Inn, en la base Edwards de la fuerza aérea, que debido a su mala reputación fue clausurado por las fuerzas aéreas del ejército de EE UU.

 

Podríamos seguir así mucho tiempo, acumulando nombres e historias (los aviadores sin piernas: Rudel, Bader, Maresyev, Hoppy Hodkinson), pero vamos a centrarnos en lo que para mí es la esencia de la aviación: la gran caída que sigue al ascenso rutilante del piloto y que lo devuelve a la realidad y al peso tras experimentar el espejismo de la conquista del cielo. Exactamente: la gran metáfora de nuestras vidas, hechas de grandes despegues y aterrizajes forzosos. Las aventuras de pilotos que se estrellan (y hay tantas maneras de caer como aviadores y aviadoras, como hombres y mujeres) son mis favoritas, como lo son la novela y la película de El paciente inglés, con su requemado conde Almásy. Mi santo patrono de la aviación, en todo caso, es el piloto alemán Johannes Steinhoff, Macky (1913-1994), considerado el hombre más guapo de la Luftwaffe, que ya es título, antes de pegársela con su reactor Me-262 y quedar horriblemente desfigurado (pasó a ser el Niki Lauda de la Luftwaffe), y cuyas vicisitudes a lo largo de la II Guerra Mundial son dignas de la mejor novela de aventuras, incluido su enfrentamiento con ese orondo ogro que era el villano mariscal del Reich Hermann Goering. Steinhoff, vamos a ser claros, era un as de caza de la aviación de Hitler y cada aparato rival que derribaba (y fueron 176) alejaba un poco la victoria de los aliados sobre la peste nazi. Pero era un caballero que defendía a los hombres bajo su mando y se granjeó el respeto de sus enemigos, aparte de horrorizarse sinceramente al conocer la realidad de los campos de exterminio. De hecho, tras la guerra fue rehabilitado, se reincorporó a la fuerza aérea alemana y contribuyó a su renacimiento en el marco de la OTAN con el rango de general. Es famoso su acto de reconciliación con el viejo comandante de la 82 Aerotransportada de EE UU en presencia de Reagan. Un ala de caza de la nueva Luftwaffe lleva su nombre.

 

La nueva vida de Steinhoff arrojado del firmamento y convertido en un hombre cuyo rostro era imposible de entender si no lo observabas muy, pero que muy detenidamente –antes tenía un aire de Steve McQueen, especialmente a lomos de su bonita motocicleta DKW–, comenzó el 18 de abril de 1945.

El piloto formaba parte como Oberst de la escuadrilla de élite Jagdverband 44, compuesta por los Experten, los grandes ases de caza alemanes que quedaban vivos al final de la guerra –menos del 5%– y equipada con los Me262, la gran virguería en materia de aviación de entonces. Cabalgando ese terrible ángel a reacción al que ningún caza aliado alcanzaba y que se metía como una exhalación entre las formaciones de bombarderos para devastarlos como un lobo veloz en un rebaño de ovejas, Steinhoff y sus compañeros, de los que ninguno carecía de la exclusiva Cruz de Caballero, volvieron a sentir que el cielo les era propicio tras años de progresivo hundimiento de la Luftwaffe. Resultó un espejismo: para cazar a un ángel solo has de esperar a pillarlo cuando despega o aterriza, y así lo hizo el enemigo. Alzar el vuelo con un reactor cargado de municiones y combustible de alto octanaje con la pista llena de cráteres de bombas y un ojo puesto en las alturas por si te atacan los P-51 Mustang, cadillacs del cielo (www.youtube.com/watch?v=1ouJ_WyS9v8), es un estrés.

 No era raro en esas condiciones pegártela. Nuestro aviador, que tenía sin duda mano para la pluma –sus dos libros, Messerschmitts over Siciliy y The final hours, son excelentes– escribió: “Éramos como esos insectos, las efímeras, que han llegado al final de su día, cuando el sueño se disuelve en la nada”.

 

 

El Me-262 de Steinhoff se estrelló en un accidentado despegue y además le estallaron los cohetes que llevaba debajo de las alas. “Donde quiera que miraba, todo era rojo”, recuerda en sus memorias el aviador. El ángel se convirtió en un infierno y el piloto se quemó en la carlinga como un pavo dentro de un horno. Su varonil rostro literalmente se derritió. Steinhoff siempre había temido la desfiguración, y aquel día su pesadilla se hizo realidad. No obstante, consiguió salir por su propio pie del aparato ardiente mientras le caían trozos de piel al caminar. La recuperación en el hospital fue lenta y dolorosa. Sumergido en una nube de opiáceos y sintiendo como si le devoraran el rostro millares de hormigas, el piloto, que entre otras cosas había perdido los párpados, fue sometido a varias operaciones de cirugía reconstructiva. Se hizo lo que se pudo…

 

Steinhoff es solo uno de los casos de aviadores quemados. En realidad, el más notable, el verdadero paciente inglés, es eso, un inglés. Se trata de Richard Hillary, cuyas memorias, El último enemigo, han aparecido este año publicadas en castellano por Cómplices Editorial, y yo, que me alegro mucho porque mi valiosa primera edición en inglés se la regalé en un momento de debilidad a otro gran piloto de guerra y escritor, James Salter, hago un esfuerzo por no desviar el rumbo y hablarles ahora de los combates de Salter a los mandos de un Sabre contra los Mig-15 sobre Corea…

 

Hillary (1919-1943), uno de los Few, los pilotos de la RAF que salvaron Gran Bretaña de las águilas nazis, sacudió al mundo anglosajón al aparecer en 1942 su libro en el que explica su vida y sus experiencias como piloto en la Batalla de Inglaterra. Era un chico bien como solo lo puede ser un chico inglés, tipo Retorno a Brideshead para entendernos. Y sensible, capaz de escribir que “la niebla amarillenta daba un aire de tristeza a los Spitfires” y que las nubes bajo su aeroplano “se esparcían como capas de nata montada”. El 3 de septiembre de 1940, Hillary, creyéndose invulnerable, despegó con su escuadrilla para una misión de caza. Se encontraron con un montón de aparatos alemanes que avanzaban como un enjambre de langostas. “En cuanto nos vieron se dispersaron y descendieron en picado, y durante los diez minutos siguientes todo fue una imagen borrosa de balas trazadoras y aviones haciendo piruetas. Un Messerschmitt cayó envuelto en llamas a mi derecha y un Spitfire se precipitó en picado dando media vuelta en el aire”. En medio del combate, Hillary es alcanzado. “Todo el aparato tembló como un animal herido. Un segundo después, la cabina era una masa de llamas”. En un momento de intensa agonía piensa: “¡Así que es esto!”. Pero consigue arrojarse fuera del avión y abrir el paracaídas. Se precipita en el mar. Imaginemos el siseo del agua al abrazar ese cuerpo devenido antorcha. Mientras flota con el chaleco salvavidas, observa las quemaduras de sus manos, con la piel en jirones. “Me mareé un poco al sentir el olor de la carne quemada”. La cara le arde. En la soledad del mar, sufriendo, se plantea si deshinchar el chaleco para acelerar la muerte. Cuando una lancha lo rescata, está ciego.

 

En Oxford, antes del conflicto, Hillary era un guapo y esnob estudiante en el Trinity College que oteaba en los vientos de guerra una distracción para su ennui pijo y se imaginaba combatiendo en el aire al estilo de un caballero medieval redivivo. Como piloto de caza esperaba una mezcla de diversión, miedo y exaltación. Per ardua ad astra. Durante el entrenamiento descubrió la embriaguez del vuelo y luego la belleza letal de los Spitfires, que no la eclipsaba el camuflaje. “Y entonces llegó Dunkerque: hombres cansados y andrajosos que una vez habían formado un ejército regresaban con souvenirs de Francia pero sin sus equipos, y la gente casi lo consideraba una victoria”. Tras varios combates aéreos y ver caer a muchos camaradas, Hillary fue derribado y se estrelló en el mar del Norte.

 

 

La segunda parte de El último enemigo explica el tratamiento médico a que fue sometido, en gran parte experimental, para curar sus quemaduras y paliar su desfiguración. Las enfermeras se desmayaban durante las curas. Se usaba ácido tánico, pero producía infecciones y septicemia. El cirujano plástico de las fuerzas aéreas A. H. McIndoe emplea con él tratamientos nuevos: es uno de los guinea pigs, los primeros pacientes, todos aviadores quemados, de las nuevas técnicas reparadoras. La ciencia adelantará con ellos una barbaridad. Un día, Hillary descubre que puede ver; lo primero son los ojos azules de una de las enfermeras que le recuerdan un cielo libre de Messerschmitts: no es muy romántico, pero indica una recuperación. Como a Steinhoff, en el otro bando, le ponen párpados nuevos con piel del brazo. Y labios. Las manos tienen poco remedio: le quedan como garras de pájaro. La madre del malhadado piloto se toma con curiosa filosofía la deformación de su hijo: “Deberías estar contento de que te haya ocurrido”, le suelta. “Había demasiada gente que te decía que eras guapo y tú te lo creías, estabas a punto de convertirte en un caradura”. Parece de una crueldad rayana en los Messerschmitts, pero añade: “Ahora sabrás quiénes son tus amigos de verdad”. El momento más conmovedor del libro es cuando, durante un bombardeo, Hillary, ya fuera del hospital, ayuda a extraer a una mujer sepultada de entre las ruinas de una casa y cuyo hijo ha sido encontrado muerto. La mujer, malherida, coge la mano de Hillary y tras estudiar con inmensa humanidad su desconcertante rostro, le dice con ternura: “Gracias, señor. Veo que a usted también le han dado”.

 

El piloto cierra su obra renegando de su antigua arrogancia y con una llamada a la compasión, pero su vida tuvo un final terrible. Tras mucho empeñarse, Hillary, que, por cierto, se reunió en una ocasión con Antoine de Saint-Exupéry, que le pidió que le escribiera un prefacio a Pilote de guerre –Hillary no lo hizo, pero el encuentro con Saint-Exupéry le impulsó a escribir su propio libro–, consiguió volver a volar. Como lo oyen. Fue en julio de 1942. Antes había recuperado, junto con retazos de cara, parte de su antigua autoestima, a lo que no fueron ajenos su éxito literario y un affaire con Merle Oberon (que, por cierto, había sufrido un grave accidente de coche y llevaba cicatrices que solo la hábil iluminación durante los rodajes podía disimular). Una vez de nuevo en el aire, quedó claro que, pese a todo su tesón, Hillary no estaba capacitado para volver a ser piloto de caza ni participar en acciones de guerra. En realidad, casi no podía sostener el tenedor en la mesa. Pero siguió volando. El 8 de enero de 1943, a los mandos de un bombardero ligero Blenheim, se estrelló durante un vuelo nocturno y se mató. El avión sufrió una enorme explosión al impactar en tierra y se incendió. A Hillary lo identificaron por el reloj. No hubo segunda oportunidad para el Fénix del Spitfire. Sus restos fueron incinerados. El aviador lo había dispuesto así: “Dado que las llamas lo intentaron ya una vez, sugiero que puedan tenerme definitivamente al final”.

 

De todos los pilotos que han caído, pocos me conmueven tanto como la glamurosa aviadora Beryl Markham. Es cierto que ella no ardió como Steinhoff y Hillary, ni desapareció en el océano como Amelia Earhart. Ni siquiera se estrelló. Su caída fue del corazón, emocional. Se pasó la vida cayendo, equivocándose irremediablemente una y otra vez en sus amores. La más bella y desgraciada aviadora, aunque ella consideraba que no sirve de nada anticipar los pesares. “Siempre tendrás éxito, pero nunca serás feliz”, le vaticinó un hechicero. No se estrelló, les decía, pero dos de sus parejas, célebres pilotos ambos, se mataron en sendos accidentes: Dennys Finch-Hatton (sí, el aviador-cazador de Memorias de África que interpreta Robert Redford, ella no viajaba a bordo por una premonición) y Tom Campbell Black, campeón de vuelo, que murió al chocar su aparato con un bombardero y resultó –¡qué final para un piloto!– con la pala de una hélice clavada en el corazón. Black, que le enseñó a volar en un De Havilland Gipsy Moth (gran aeroplano, como el de Almásy: los Gipsy no se paran nunca), le dio un consejo imperecedero: “Nunca vueles sin cerillas y una caja de galletas”. Ella añadió un libro, un vial de morfina y una pistola Luger en la guantera. ¡Qué chica! Un día, en 1936, simplemente se marchó volando con su avioncito de Nairobi a Londres. Repitió el trayecto seis veces durante su vida. Al aterrizar en Cerdeña, las tropas fascistas la detuvieron pensando que era un hombre disfrazado: a los italianos siempre les han gustado más de otro tipo. Markham fue la primera mujer en cruzar el Atlántico, en dirección este-oeste, de Gran Bretaña a Estados Unidos. Lo hizo pilotando un Percival Vega Gull. De ese vuelo de hazaña, 6.000 kilómetros hacia el oeste con la noche, escribió: “La soledad en un aeroplano es irrevocable (…), nada que contemplar salvo el alcance de tu modesto valor”.

 

A Hillary le ponen párpados nuevos con piel del brazo. Las manos le quedan como garras de pájaro

Markham, née Beryl Clutterbuck (1902-1986), es además noticia porque su precioso libro de memorias, alabado por Hemingway y titulado precisamente Al oeste con la noche, uno de los grandes textos de la historia de la aviación (entre otras cosas), como el de Hillary, se ha publicado también recientemente en castellano (Libros del Asteroide, 2012). En esa obra, con pasajes de una desoladora poesía, Beryl trazó la crónica de su vida, que es la de una niña hiperactiva dejada un poco a la buena de Dios en Kenia, que sale descalza de caza con los guerreros nandis y que descubre al crecer la felicidad en los caballos –fue una gran jinete y criadora de caballos de carreras– y en los aeroplanos (y la infelicidad en los hombres). A ratos es una suerte de “yo tenía un avión en África y sobrevolaba las colinas de N’Gong”: “Puede que hayan sido un millar las ocasiones en que he despegado mi avión del aeropuerto de Nairobi, y jamás he sentido sus ruedas deslizarse desde la tierra al aire sin experimentar al mismo tiempo la incertidumbre y la excitación de la primera aventura”.

 

Markham (para una biografía completa, véase la documentadísima Straight on till morning, de Mary S. Lovell. Abacus, 2009) fue la primera aviadora profesional en África; daba cobertura a los safaris desde el aire y a los mandos de su famoso biplaza Avro-Avian de fuselaje azul turquesa les descubría las manadas de elefantes. Amaba volar sobre esa tierra primigenia e irreductible, en parte aún inexplorada: “Sobraba cielo para las alas”. Adoraba África. En una ocasión traslada a un enfermo desde Masongaleni, la región de los paquidermos, hasta el hospital de Nairobi y al llegar se da cuenta de que ha pasado horas ¡volando con un cadáver! Fue de niña amiga de una cebra, un leopardo se llevó a su perro de los pies de su cama y a ella la atacó un león, que le dejó la impronta de sus colmillos y sus garras, pero al que no guardaba rencor. La chica asilvestrada, la mensahib kidogo, pequeña mensahib con piernas de potrilla, se convirtió en una mujer espigada de belleza a lo Garbo (a la que conoció), valiente, libre e indómita, un tanto amoral. De una sexualidad poderosa y abierta, chocante para la época, su promiscuidad se hizo legendaria: no dudaba en buscar el placer cuando quería y en hacer el amor con cualquier hombre al que deseara. Esto le causó los naturales problemas.

 

Se casó tres veces, la primera a los 16 años. Engañó a todos sus maridos y más de uno la pilló en flagrante delicto. Entre sus incontables amantes se cuentan el gamberro, mujeriego, manirroto, gran cazador y barón Bror von Blixen (el marido de Karen Blixen, que fue amante a su vez de Finch-Hatton: ¡hay que ver cómo se lo pasaban en el África colonial británica!), del que Markham escribe que “nunca falló un tiro” (?); Saint-Exupéry (eso sí que fue amor en el aire), e incluso un príncipe inglés, Henry, el duque de Gloucester, hijo de Jorge V, del que se rumoreó –todo el mundo en Kenia contaba meses con los dedos– que fue el padre de su hijo Gervase (otras fuentes le atribuyen a la chica un embarazo de Finch-Hatton). Sea como fuere, parece que la casa real inglesa le pasó una asignación secreta a Beryl durante años. En fin, dejemos aquí la crónica rosa del aire para acabar con otra aventurera aviadora, que también ha experimentado una caída. Esta, de su fama.

 

Siempre he sentido una gran simpatía por Melitta Schenk, condesa Von Stauffenberg, cuñada de uno de mis héroes, Claus von Stauffenberg, el hombre que trató de matar a Hitler en el complot del 20 de julio de 1944, y casi sin manos (le faltaba la derecha y dos dedos de la izquierda). Melitta (1903-1945), nacida Schiller, estaba casada con Alexander, el hermano mayor del corajudo Claus. Ingeniera experta en física y mecánica de la aviación, era además una valerosa piloto de pruebas que comprobaba en la práctica las investigaciones. Antes y durante la guerra realizó más de 2.000 vuelos en aviones de bombardeo en picado Ju-87 (Stuka) y Ju-88, experimentos tan arduos que en ellos a menudo perdía durante instantes el conocimiento a los mandos de los aparatos.

 

Beryl Markham, al mando de su biplaza azul, amaba volar sobre África: “Sobraba cielo para las alas”

De su importancia para la aviación militar alemana da fe el hecho de que siguió trabajando pese a que la familia de su padre era judía –el abuelo era un comerciante textil de Odessa– y el mismo progenitor, convertido al cristianismo a los 18 años, había adoptado la nacionalidad polaca. Los nazis hicieron la vista gorda con Melitta e incluso después del atentado, cuando se extendió la culpa de sangre a todos los Stauffenberg, aplicando el bárbaro Sippenhaft, el castigo de los parientes, a ella se la reintegró rápidamente a su puesto. Tenía el rango de capitán y estaba en posesión de importantes condecoraciones, como la Cruz de Hierro de Segunda Clase y la insignia de piloto militar en oro con diamantes y rubíes. Era como el reverso luminoso de la otra gran piloto de pruebas del III Reich, esta sí una pedazo de nazi, Hanna Reitsch (que hasta trató de sacar a Hitler de Berlín en abril de 1945). Melitta –véase Stauffenberg, de Peter Hoffmann. Destino, 2009– aprovechó su importancia bélica (trabajaba en asuntos tan vitales como el desarrollo de un instrumento para el aterrizaje nocturno del reactor Me-262) para visitar a su marido y demás parientes internados en campos de concentración y llevarles comida. Lo hacía volando en pequeños aparatos, y el 8 de abril de 1945, cuando iba a ver a Alexander von Stauffenberg en un avión de instrucción Bücker 181, fue trágicamente derribada por un caza estadounidense. La aviadora consiguió aterrizar de urgencia, pero murió a las dos horas a causa de las heridas de bala.

 

Si Melitta fue abatida físicamente aquel día, ahora ha vuelto a experimentar otro tipo de derribo, el de su imagen, al menos en la opinión de alguna gente. Una reciente biografía de la piloto, de la que es autor el periodista y escritor Thomas Medicus (Melitta von Stauffenberg, ein deutsches leben. Ro­wohlt Verlag, 2012), levanta sospechas sobre el grado de colaboración de la aviadora con el régimen nazi y especula con que ella y su familia, que fueron convenientemente arianizados, disfrutaran a conciencia de los privilegios que les ofrecía la condición de instrumento vital para el esfuerzo de guerra de Melitta. Medicus duda de que la piloto hubiera estado al corriente de la conspiración de su cuñado.

 

Las reacciones a las sombras que el libro arroja sobre la aviadora no se han hecho esperar. Uno de los hijos de Claus von Stauffenberg, Berthold, ha criticado el libro y reafirmado su convicción de que “tía Litta”, que no tuvo hijos, y a la que los sobrinos adoraban, fue una extraordinaria mujer a la que se debe seguir admirando. No solo se jugó la vida (y murió, no se olvide) por sus familiares perseguidos por Hitler, sino que tenía una estrecha relación con su cuñado y la mujer de este, con lo que es muy posible que conociera la preparación del atentado. (Periodico Español El País)

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