Los curas, el matrimonio y el derecho canónico

 Por Dra. Zaida Alicia Lladó Castillo

 Los matrimonios bajo el derecho canónico

 


Algo que viene siendo coincidente, es observar cómo los tiempos de crisis del celibato (tema anterior) aparentemente son concurrentes con las del matrimonio eclesiástico. Dos sacramentos de la Iglesia que tienen que ver con la generación de la vida  humana y sobrenatural, que hoy pasan por situaciones y retos que la modernidad les impone y, en esta ocasión trataré de reflexionar sobre las supuestas crisis del matrimonio eclesiástico, que no marca mucha diferencia con el matrimonio civil, (porque actualmente por diversas razones, ambos están siendo excluidos de la vida de las parejas en muchas sociedades del mundo). Pero hagamos un poco de historia.

Desde la antigua Babilonia, donde el matrimonio era considerado un contrato que reflejaba la naturaleza comercial del pueblo y llevaba implícito factores económicos;  pasando por los Sirios con su costumbre polígama entendida como signo de estatus elevado, misma que repitieran los Asirios entre otras culturas, el matrimonio se acostumbraba,  más que un acto de amor, como una manera de “formalizar” el poder y control del hombre con respecto a la esposa e hijas. La tendencia o norma hacia la monogamia (exclusividad sexual, para toda la vida entre dos personas) viene desde el pueblo Romano, de la misma manera la regulación de los esponsales interpretados como la petición y promesa de las nupcias (justas nupcias) entre los futuros esposos o frente a sus respectivos paterfamilias. Obligándose a cumplir los siguientes requisitos: a) edad (de la pubertad en adelante), b) consentimiento del paterfamilias o de los contrayentes y c) no existencia de parentesco en línea recta, por tutela, curatela o entre raptada y raptor, principalmente.


En el caso de nuestro país desde la época prehispánica, cuando los indígenas deseaban unirse con su pareja, respondían de acuerdo a las normas de su comunidad por ejemplo: existen referentes de que los Chichimecas eran polígamos entre las castas pudientes; que los Nahuas, los Olmecas y Toltecas, eran monógamos y que el matrimonio se contraía con consentimiento expreso de los parientes y sólo a los jefes de las tribus, les estaba permitido tener varias mujeres o concubinas. En el caso de los Mexicas, no había ceremonia religiosa, porque los niños a cierta edad, se educaban en el Templo y de ahí salían mancebos y doncellas para casarse y, el matrimonio entre Los Mayas era una negociación instituida por adultos y sacerdotes, que tenía como único propósito la procreación de grandes familias.


Ya en la época Colonial, rigieron en nuestro territorio además de las normas del Código de Derecho Canónico, las leyes españolas tales como el Fuero Juzgo, el Fuero Real, las Siete Partidas, las Cédulas Reales y, en especial para el matrimonio, la Real Pragmática del 23 de noviembre de 1776, en donde se prohibían los matrimonios celebrados sin consentimiento de la Iglesia. Sin duda, la influencia de la iglesia católica influyó en la vida familiar mexicana y sus costumbres y, desde mediados del siglo XVI estableció la institución del matrimonio cristiano-religioso; de esa manera las uniones cayeron bajo el control total del clero español impulsando y confirmando la monogamia como una regla cristiana. Las reglas del Estado eran complementarias y regulaban las uniones entre españoles con indias, negras u otras castas, siempre y cuando cumplieran los requisitos que los funcionarios coloniales exigían. Pero no es hasta 1859 con las Leyes de Reforma el Presidente Benito Juárez, decidió quitarle poder a la iglesia católica para estipular que el matrimonio era un contrato civil y entonces el matrimonio canónico dejó de ser suficiente para formar con ello una familia. Ésta modificación tomó como base el referente Holandés de 1580, el Ingles de 1680 y el de mayor influencia que existió para expandir el matrimonio civil en Occidente, el modelo Francés (1804). Desde entonces, la Iglesia quedo como una institución regulada por el Estado y por lo tanto, obligada a cumplir con las solemnidades que el derecho mexicano exige (aunque recientemente ya se habla de modificaciones al art. 24 constitucional prestándose a serios debates la eliminación del estado laico, tema del que hablaremos en otro artículo).


Pero volviendo al matrimonio eclesiástico,  independientemente de su origen, éste siempre ha sido  un acto de culto o bien un acto de trascendencia religiosa que justifica al menos algún tipo de bendición, aprobación o consagración donde suelen intervenir representantes, sacerdotes o ministros del culto, para dar testimonio del mismo.


A excepción de la edad,  que cambia según el país pero que no es menor de los 16 años por lo general, los requisitos en la actualidad no varían gran cosa. Se sigue exigiendo para contraer matrimonio eclesiástico: a) haber cumplido con los sacramentos previos: bautizo, confirmación, comunión y   encontrarse en estado de gracia, b) llevar a cabo el procedimiento de preparación para el matrimonio (examen de los esposos y proclamas o amonestaciones), c) manifestar libremente su consentimiento y no estar en ninguna de las siguientes condiciones de impedimento:


A)   Edad.(haber cumplido los dieciséis y los catorce años, respectivamente” (c. 1083.1)

B)   Impotencia. “Incapacidad para realizar el coito” (c. 1084.1).

   C)  Ligamen. “Inhabilidad para contraer nuevo matrimonio mientras permanece el vínculo de un matrimonial anterior, aunque no haya sido consumado” (c. 1085).

D)  Disparidad de culto. El matrimonio mixto, es decir, en el que uno de los cónyuges no es católico, regulado por diferentes cánones (1124, 1129, 1125).

E)   Orden sacerdotal. No pueden contraer matrimonio quienes han recibido la ordenación sacerdotal” (c. 1087). Tiene su fundamento en el celibato eclesiástico, sin embargo puede ser dispensable por el Romano Pontífice (c. 291)

F)   Voto o profesión religiosa. “Impedimento que afecta a quienes han contraído un voto público de castidad en un instituto religioso” (c. 1088). Al igual que el anterior, su dispensa está reservada al Pontífice.

G)  Rapto. “Traslado o la retención violenta de una mujer, con la intención de contraer matrimonio con ella” (c. 1089).

H)  Crimen. (c. 1090) Impedimento que consiste en cometer homicidio (por sí o por interpósita persona) en contra del propio cónyuge o en contra de aquel con el que se desea contraer matrimonio.

I)      Parentesco. Por consanguinidad (c. 1091): línea recta y colateral hasta en cuarto grado. Por afinidad (c. 1092), es decir entre los consanguíneos de uno y los consanguíneos del otro. Pública honestidad (c. 1093) cuando se pretende contraer matrimonio entre afines, pero por cuestión de concubinato. Legal (c. 1094), cuando supone relación entre adoptante y adoptado, así como entre los hermanos de éste.


Existen dos características propias del matrimonio sacramental y que obliga a las pareja a tomarlos con seriedad: la unidad, la indisolubilidad y en algunas culturas agregan una tercera: la subsidiaridad. A consecuencia de la naturaleza sacramental del matrimonio, éste no puede disolverse por causas posteriores a él, únicamente procede la declaración de nulidad de aquellos matrimonios que desde su inicio fueron inválidos debido a que no fueron cumplidos todos los requisitos que la legislación canónica exige. Luego entonces, la poca difusión de lo anterior ha permitido que las parejas que desean contraer matrimonio eclesiástico no estén totalmente conscientes de los compromisos y obligaciones que adquieren dentro de esta modalidad de esponsales,  olvidando que en caso de separación, de acuerdo a la Iglesia seguirá siendo para siempre personas casadas y sólo con el fallecimiento de una de las partes se rompe.


Monseñor Escrivá de Balaguer (1902-1975), independientemente de haber sido fundador del “Opus Dei” (organización católica de ultraderecha extrema con la que no coincido, lo aclaro)  siempre fue un excelente sacerdote y de las cosas buenas que citaba en su momento está la siguiente expresión que enmarcaba lo que debería buscar una pareja cuando se compromete en matrimonio: “los matrimonios tienen gracia de estado –la gracia del sacramento- para vivir todas las virtudes humanas y cristianas de la convivencia: la comprensión, el buen humor, la paciencia, el perdón, la delicadeza en el trato mutuo. Lo importante es que no se abandonen, que no dejen que les domine el nerviosismo, el orgullo o las manías personales. Para eso, el marido y la mujer deben crecer juntos en vida interior y aprender de la Sagrada Familia a vivir con finura las virtudes de un hogar cristiano”.


Que traducido a mi lenguaje cotidiano diría: las parejas que contraen matrimonio (eclesiástico o civil),  adquieren derechos y obligaciones ante el Estado y por lo tanto además de la obligación legal, esta la voluntad ideal y real de mantener esa unión basada en el respeto mutuo, la responsabilidad de la manutención, la educación para la descendencia, la convivencia honesta basada en valores y amor, para lograr trascender como pareja y familia en el tiempo y para ello habrán de madurar juntos en su relación siendo tolerantes y comprensivos mutuamente,  no permitiendo que las cosas banales o las influencias del medio afecten en el estado de ánimo al grado tal que  lleguen a romper los lazos filiales y de apoyo que juraron ante las leyes del hombre y…las de Dios.


Pero para que un matrimonio cumpla con lo anterior, debe tener dos razones muy claras de convivencia: amar a su pareja por sobre todo y respetar ese amor en cada acto diario. Y ahí está el problema, porque muchos jóvenes desde el noviazgo no se dan la oportunidad de conocerse en plenitud, ni dejan correr el tiempo para que nazca el enamoramiento y el amor,  construyen su relación en base a la satisfacción sexual y las coincidencias y se olvidan de la tolerancia en sus divergencias y de la posibilidad de planear una vida juntos.  De ahí que surjan en muchos jóvenes las dudas para legalizar las intimidades o amasiatos y aun más para decidir contraer matrimonio eclesiástico, exhibiendo dos resistencias principales:1) hacia su propia religión y 2) hacia su propia relación.


La primera, se relaciona con la forma en que los jóvenes perciben las exigencias de su religión, que hace que algunos no estén conformes en diferentes aspectos: con la rigidez de la iglesia o, estén decepcionados por el comportamiento de sus representantes, o son sujetos que han abandonado su fe. Y entonces, cuando deciden casarse,  toman las ceremonias eclesiásticas como signo de estatus y posición social y no como un acto honesto donde se comprometen a vivir de acuerdo a la encíclica Casti Connubii enseñanza que Pio XI estipulara: “lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre“y “el matrimonio no es obra de los hombres, sino de Dios, y por lo tanto sus leyes no están sujetas al arbitrio humano”.


La segunda, que tiene que ver con la desconfianza o duda de las parejas, respecto a considerar o no su relación como equilibrada. Y esto se relaciona con los valores o antivalores en que esté fundada su relación, entre otros están: a) la permisibilidad de la unión libre sin que medien los compromisos; b) los conflictos previos de la propia pareja, (adicciones, posiciones sexistas o egoístas, las infidelidades, la insolvencia económica, la violencia, etc.),  c) la falta de madurez que se traduce en inseguridad y falta de confianza para tomar decisiones de vida,  d) la evitación de los conflictos familiares tomando al matrimonio como válvula de escape o solución de conflictos previos; e) sentirse comprometido y decidir forzadamente el contraer nupcias (presión de una relación de muchos años aun siendo disfuncional o, responder por un embarazo no deseado, etc). Los ejemplos anteriores, impiden que las parejas vean al matrimonio como debiera ser, una instancia que se alcanza cuando se opta por una  decisión: consensada, solventada, informada y enamorada.


Y entonces esa falta de honestidad y emoción sincera, sino se resuelve antes de tomar la decisión de casarse y pese a ello se contrae matrimonio, lleva a las parejas a no abonar lo positivo a su relación y ésta se alimente de lo destructivo que por consecuencia destruirá la unión. Y cuando esto sucede, pasan a elevar las cifras ya no de cientos, sino de miles y millones de parejas en todo el mundo, que están disolviendo sus matrimonios antes del tercer año. Esas estadísticas, se quiera o no, desalientan o abonan a la desconfianza de otras parejas que están en proceso de tomar la decisión de casarse. Porque en el inconsciente colectivo prevalece entonces la visión de que el matrimonio (en general) es malo y es mejor evitarlo o buscar mejor vivir en concubinato.


Por cierto, hay un dato curioso que recientemente me sorprendía y es, que la famosa “antesala del matrimonio” de acuerdo a las estadísticas últimas no ha resultado para muchas parejas lo que se esperaba y los números  son claros: de diez parejas que viven en unión libre, solo cuatro deciden casarse (por las dos leyes),  y de esas cuatro,  dos se divorcian o separan al poco tiempo. Así las cosas de graves. O sea que la relación sin compromiso, se convierte en breve en una posición cómoda de alguna de las partes, un espacio en que el individualismo y el egoísmo consciente o inconsciente gana y finalmente se convierte en una presión  adicional en la pareja que va llevando a la conclusión de la relación.


Una de las opciones que están funcionando bien en las parejas jóvenes o adultas, es el de cumplir sus expectativas (económicas, laborales, profesionales, patrimoniales, etc.,)  antes de tomar la decisión de formalizar su unión eclesiástica (y/o civil). Lo que es mucho más maduro y racional, siempre y cuando las aspiraciones personales no sean un pretexto para ir posponiendo por décadas el deseo de compartir una vida, porque entonces se convierte la relación de noviazgo en una unión libre-de casas separadas-, que es peor que el concubinato.


Pero, volviendo al tema inicial, si existe crisis en el celibato y el matrimonio desde el derecho canónico, es porque sólo están sufriendo las consecuencias de una sociedad cada vez más frágil y esa fragilidad tiene nombres: deshonestidad, inmadurez, infidelidad, incongruencia, etc., estados internos que el ser humano tiene la obligación de modificar y trabajar permanentemente y que afecta a la institución indudablemente. Por eso en el caso de los sacerdotes, pueden superar sus debilidades con el apoyo de su misma comunidad y refugiándose en lo que le ofrece la Iglesia para fortalecer su espíritu y lealtad a su fe y si no están a gusto con su vocación pues están en su derecho de retirarse y dedicarse a otra cosa, porque la Iglesia no se los impide. En el caso de los jóvenes que desean contraer matrimonio eclesiástico, procurando poseer la madurez y responsabilidad necesarias antes de tomar una decisión de vida y pensar en el compromiso que adquieren si lo hacen dentro de los cánones de su religión, para ser congruentes con lo juran frente a un altar.


Por su parte la Iglesia como institución, deberá estar alerta de que en su interior no se cometan excesos  o actos de corrupción, comercialización u ostentación y cuando suceda hacer frente a los problemas con prontitud y honestidad. Igualmente, estar siempre en una actitud abierta para propiciar el acercamiento de los fieles, ofreciendo su apoyo y comprensión enseñando a los jóvenes a actuar con humildad y a conocer el valor del amor; de esta manera podrá cumplir su función de guía espiritual con creces y en consecuencia motivará a los fieles y en especial a los parejas, a decidir en su momento, lo que sea más congruente y grandioso para sí mismos y para lo que aman incondicionalmente.


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