Mensaje del Obispo de Tuxpan: Fiesta de la Candelaria

 

Este domingo 2 de febrero celebramos la Fiesta de la Presentación del Señor, conocida popularmente como la Fiesta de la Candelaria, por las velas que se encienden en esta celebración.

La presentación del Señor, es una Fiesta de Cristo en primer lugar. El nombre «Presentación» tiene un contenido muy rico y significativo. Habla de ofrecimiento, sacrificio, entrega.

Se refiere a Cristo, Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros, para realizar el plan de Dios: «Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad». Apunta entonces a la vida de sacrificio y a la entrega total en el monte Calvario.

Pero esta fiesta se refiere también a la Virgen María; Ella y su esposo José presentan a Jesús en el templo de Jerusalén. No era cumplir una simple tradición. Los Padres de la Iglesia antigua afirmaban que en la Presentación la Virgen María realizó un acto de ofrecimiento de su Hijo Jesús a Dios y a la humanidad.

Esto significaba que ella ofrecía su Hijo para la obra de la redención con la que él estaba comprometido desde un principio. María ofrecía su Hijo a la voluntad del Padre.

San Bernardo expresó muy bien esto: «Ofrece a tu hijo, santa Virgen, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece, para reconciliación de todos nosotros, la Víctima que es agradable a Dios’.

Hay otro simbolismo en el hecho de que María pone a su hijo en los brazos de Simeón. Al actuar de esa manera, ella lo ofrece también al mundo, representado por aquel anciano. De esa manera, ella representa su papel de madre de la humanidad.

Existe una conexión entre este ofrecimiento y lo que sucedió en el Calvario, donde Jesús murió en la cruz por nosotros.

Esta fiesta prefigura también nuestro encuentro final con Cristo en su segunda venida. Un himno del siglo séptimo cantaba: Vamos en procesión con velas en nuestras manos; queremos demostrar que la luz ha brillado sobre nosotros y significar la gloria que nos vendrá a través de él.

 

Juan Navarro Castellanos / Obispo de Tuxpan

 

Presentación del Señor

La solemnidad de la Presentación del Señor en el Templo (y la Purificación de María) completa y cierra el ciclo de la Navidad. Aunque ya estamos en pleno tiempo ordinario, esta fiesta es como un eco de las fiestas navideñas, una breve mirada atrás, que echa una última mirada a Jesús niño, pero ilumina también, y mucho, el sentido de lo que ya está haciendo y diciendo el maestro de Nazaret.

Historia de esta fiesta: Se trata de una fiesta antiquísima de origen oriental. La Iglesia de Jerusalén la celebraba ya en el siglo IV. Se celebraba allí a los cuarenta días de la fiesta de la epifanía, el 14 de febrero. La peregrina Eteria, dice que se «celebraba con el mayor gozo, como si fuera la pascua misma»‘. Desde Jerusalén, la fiesta se propagó a otras iglesias de Oriente y de Occidente. En el siglo VII, si no antes, había sido introducida en Roma. Se asoció con esta fiesta una procesión de las candelas.

La Iglesia romana celebraba la fiesta cuarenta días después de navidad. Esta fiesta comenzó a ser conocida en Occidente, desde el siglo X, con el nombre de Purificación de la Virgen María. Fue incluida entre las fiestas de Nuestra Señora. Pero esto no era del todo correcto, ya que la Iglesia celebra en este día, esencialmente, un misterio de nuestro Señor. En el calendario romano, revisado en 1969, se cambió el nombre por el de «La Presentación del Señor».

Mensaje de las lecturas: Las lecturas de hoy están dotadas de una peculiar dinámica progresiva. La profecía de Malaquías anuncia la entrada en el templo de un Mesías que infunde temor, que limpia y purifica, como lo hacen el fuego y la lejía. Ante una presencia así, ¿quién puede resistir o permanecer en pie? La carta a los Hebreos y el Evangelio de Lucas dan fe del cumplimiento de las antiguas promesas, pero Dios, que no se deja atrapar por nuestros esquemas, cumple sus promesas sorprendiéndonos. La entrada en el templo del Mesías prometido no se hace con un séquito de poder que infunden temor, sino en la pequeñez de nuestra carne y sangre, y en actitud compasiva, que llama a la confianza. Es decir, esta fiesta nos ayuda a profundizar en el sentido de la venida del Verbo de Dios.

Significado de la fiesta: La fiesta de la Presentación celebra una llegada y un encuentro; la llegada del Salvador, un aspecto fundamental de la vida religiosa del pueblo, y la bienvenida concedida a él por dos representantes dignos de la raza elegida, Simeón y Ana. Por su edad, estos dos personajes simbolizan los siglos de espera y de anhelo ferviente de los hombres y mujeres devotos de la antigua alianza. En realidad, ellos representan la esperanza y el anhelo de la raza humana.

Al revivir este misterio en la fe, la Iglesia da de nuevo la bienvenida a Cristo. Ese es el verdadero sentido de nuestra celebración de hoy. Es la «Fiesta del Encuentro», el encuentro de Cristo y su Iglesia. Esto vale para cualquier celebración litúrgica, pero especialmente para la de hoy. La liturgia nos invita a dar la bienvenida a Cristo y a su madre, como lo hizo su pueblo: «Oh Sión, adorna tu cámara nupcial y da la bienvenida a Cristo el Rey; abraza a María, porque ella es la verdadera puerta del cielo y te trae al glorioso Rey de la luz nueva». Al dramatizar de esta manera el recuerdo de este encuentro de Cristo con el anciano Simeón, la Iglesia nos pide profesar públicamente nuestra fe en Cristo, Luz del mundo, luz para todo pueblo y persona.

Demos la bienvenida a Cristo, el Señor: En la bellísima introducción a la bendición de las velas y a la procesión, el celebrante recuerda cómo Simeón y Ana, guiados por el Espíritu, vinieron al templo y reconocieron a Cristo como su Señor. Y concluye con esta invitación: «Unidos por el Espíritu, vayamos ahora a la casa de Dios a dar la bienvenida a Cristo, el Señor. Le reconoceremos allí en la fracción del pan hasta que venga de nuevo en gloria».

Se alude claramente al encuentro sacramental, al que la procesión sirve de preludio. Respondemos a la invitación: «Vayamos en paz al encuentro del Señor»; y sabemos que este encuentro tendrá lugar en la eucaristía, en la palabra y en el sacramento. Entramos en contacto con Cristo a través de la liturgia; por ella tenemos también acceso a su gracia. San Ambrosio escribe sobre este encuentro sacramental una bella idea: «Te me has revelado cara a cara, oh Cristo. Te encuentro en tus sacramentos». La fiesta de la presentación es una fiesta de Cristo, antes que otra cosa. Es un misterio de salvación. El nombre «presentación» es rico y significativo. Habla de ofrecimiento, sacrificio. Recuerda la auto-oblación inicial de Cristo, palabra encarnada, cuando entró en el mundo: «Heme aquí que vengo a hacer tu voluntad». Apunta a la vida de sacrificio y a la perfección final de esa auto-oblación en la colina del Calvario.

El Papel de María: Dicho esto; tenemos que pasar a considerar el papel de María en estos acontecimientos salvíficos. Después de todo, ella es la que presenta a Jesús en el templo; o, más correctamente, ella y su esposo José, pues se menciona a ambos padres. No fue sólo cumplir un rito, una formalidad tradicional de los matrimonios. Encerraba un significado mucho más profundo, según los padres de la Iglesia y la tradición cristiana.

Para María, la presentación y ofrenda de su hijo en el templo no era un simple gesto ritual. Indudablemente, ella no era consciente de todas las implicaciones ni de la significación profética de este acto. Ella no alcanza a ver todas las consecuencias de su fiat en la anunciación. Pero fue un acto de ofrecimiento verdadero y consciente.

Significaba que ella ofrecía a su hijo para la obra de la redención con la que él estaba comprometido desde un principio. Ella renunciaba a sus derechos maternales y a toda pretensión sobre él; y lo ofrecía a la voluntad del Padre. San Bernardo ha expresado muy bien esto: «Ofrece a tu hijo, santa Virgen, y presenta al Señor el fruto bendito de tu vientre. Ofrece, para reconciliación de todos nosotros, la santa Víctima que es agradable a Dios’.

María ofrece su Hijo al mundo: Hay un nuevo simbolismo en el hecho de que María pone a su hijo en brazos de Simeón. Al actuar de esa manera, ella no lo ofrece exclusivamente al Padre, sino también al mundo, representado por aquel anciano. De ese modo, ella representa su papel de madre de la humanidad, y se nos recuerda que el don de la vida viene a través de María.

Existe una conexión entre este ofrecimiento y lo que sucederá en el monte Calvario cuando se ejecuten todas las implicaciones del acto inicial de obediencia de María: «Hágase en mi según tu palabra». Por esa razón, el evangelio de esta fiesta cargada de alegría ofrece también la nota profética punzante y dolorosa: «He aquí que este niño está destinado para ser caída y resurgimiento de muchos en Israel; será signo de contradicción, y una espada atravesará tu alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2, 34-35).

El encuentro futuro: La fiesta de hoy no se limita a permitirnos revivir un acontecimiento pasado, sino que nos proyecta hacia el futuro. Prefigura nuestro encuentro final con Cristo en su segunda venida. San Sofronio, patriarca de Jerusalén (634-638), lo expresó así: «Por eso vamos en procesión con velas en nuestras manos y nos apresuramos llevando luces; queremos demostrar que la luz ha brillado sobre nosotros y significar la gloria que debe venirnos a través de él. Por eso corramos juntos al encuentro con Dios».

La procesión representa la peregrinación de la vida misma. El pueblo peregrino de Dios camina penosamente a través de este mundo del tiempo, guiado por la luz de Cristo y sostenido por la esperanza de encontrar finalmente al Señor de la gloria en su reino eterno. El sacerdote dice en la bendición de las velas: «Que quienes las llevamos para ensalzar tu gloria caminemos en la senda de bondad y vengamos a la luz que brilla por siempre».

Las velas de este día nos recuerdan nuestro bautismo.  «Ojalá guarden la llama de la fe viva en sus corazones. Que cuando el Señor venga salgan a su encuentro con todos los santos en el reino celestial».  Este será el encuentro final, cuando la luz de la fe se convierta en la luz de la gloria. Entonces será la consumación de nuestro más profundo deseo, la gracia que pedimos en la oración después de la comunión: que sepamos buscar siempre a Cristo en esta vida y podamos llegar a contemplarlo en la eternidad.

 

 

 

 

 

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