Mensaje del Obispo de Tuxpan: Perdónanos Señor y viviremos

En este domingo décimo del tiempo ordinario, la Iglesia nos invita a reflexionar sobre la realidad del pecado. Estamos convencidos que Cristo nos libera para hacernos participar de su misericordia y, sobre todo, nos conduce a conquistar la paz que el Señor nos ofrece. El amor misericordioso del Señor nos invita a iniciar una nueva vida.

Efectivamente, Cristo padeció humillación y muerte en la cruz; y resucitó para que nuestros pecados sean perdonados y por la reconciliación podamos ser hijos adoptivos del Padre quien no quiere la muerte de los pecadores, sino que arrepentidos cumplan con gozo y gratitud su santa voluntad.

Nos dice el Catecismo de la Iglesia que “El pecado está presente en la historia de la humanidad; sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso reconocer el vínculo profundo del hombre con Dios, porque fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida del hombre y sobre la historia.

La realidad del pecado, especialmente del pecado original, sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del plan de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas para que puedan libremente amarle y amarse mutuamente.

Origen del pecado.

La primera lectura de génesis 3, 9-15, nos describe el pecado de Adán y Eva, el pecado original de nuestros primeros padres. Esta realidad se expresa, en una forma literaria y sencilla al estilo de las culturas orientales. No se trata de una narración propiamente histórica, sino de transmitir un mensaje revelado, que se expresa como una historia, pero que en realidad busca hablarnos del origen del mal y del pecado en la humanidad y en la sociedad, como hechos que son de experiencia cotidiana.

De hecho, la expresión literaria nos describe un cuadro con protagonistas: Adán y Eva, el paraíso, el árbol, la serpiente (el demonio) y el fruto prohibido. Como consecuencia de esta escena y de acciones negativas, o de pecado: mentira y soberbia, surge el mal, y con él vinieron el sufrimiento, el dolor y el cansancio frente al trabajo y a la vida, así como el miedo ante la muerte. En realidad al querer “ser como dioses”, -lo que causó la desobediencia- sus ojos se abrieron a la realidad, experimentaron la debilidad humana y comprendieron que eran seres mortales.

Lo que intenta Dios a través de su revelación es dar a conocer y hacer entender el contenido de una realidad dolorosa y que compromete a toda la humanidad a partir del “pecado original”,  que consiste en la rebelión y desobediencia al plan de Dios, cuando Eva tentada por la serpiente comió del fruto del árbol prohibido y luego invitó a su compañero Adán a gustar del mismo fruto prohibido, que los llevó a alejarse de Dios y al castigo por esta desobediencia.

Definición del pecado

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero, con  Dios y con el prójimo, a causa de un apego egoísta  frente a algún bien. El pecado daña la naturaleza del ser humano y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios al plan de Dios” (S. Agustín, S. Tomás A.) (Cat 1849).

El pecado ofende a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado es rebelión contra el amor que Dios nos tiene y aparta de él nuestros corazones. El primer pecado es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, de ponerse por encima de él, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (S. Ag, Cd de Dios, 14, 28).

Por esta exaltación orgullosa de nosotros mismos, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (Flp 2, 6-9). (Cat 1850).

“El pecado original en el que todos nacemos, es el estado que nos priva de la santidad y de la justicia originales. Es pecado contraído, no cometido por nosotros; es condición de nacimiento y no un acto personal. A causa de la unidad de origen de todos los hombres, el pecado original se trasmite a los descendientes de Adán con la misma naturaleza humana, “no por imitación sino por propagación”. Esta trasmisión es un misterio que no podemos comprender plenamente” (Comp Cat n. 76).

Como consecuencia del “pecado original” al estar debilitados, hemos multiplicado los “pecados personales”. Nuestra naturaleza enferma, aún sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus capacidades y fuerzas naturales, inclinada al pecado, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte. A esta inclinación al mal se le llama “concupiscencia”.  El demonio se vale de esta situación de los humanos para inducirlos a pecar, a actuar en contra del plan salvador de Dios.

Pecado y misericordia.

Cristo nos ha redimido, nos ha liberado del pecado y del poder de Satanás. Nos restituye la gracia santificante que nos hace agradables a los ojos de Dios, dándonos la capacidad de luchar contra la propia debilidad y contra las tentaciones del demonio.  De esta manera los creyentes en Cristo, podemos avanzar por el camino de la santidad y del amor a Dios y a nuestros hermanos.

El Evangelio es la revelación de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21) Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28). (Cat 1846).

El que te creo sin ti no te salvará sin tí

Dios, “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9). (Cat. 1847).

Dice S Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y la acción de su Espíritu, proyecta una luz viva y redentora sobre el pecado: «La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo del don de la gracia y del amor: “Reciban el Espíritu Santo”.

Cristo es más fuerte que el pecado y el mal y con su fuerza nos salva y libera.

Con la gracia y fuerza de nuestro bautismo, podemos vencer nuestra débil naturaleza humana. Nuestra confirmación sacramental nos da fortaleza para ser fieles al Señor testigos suyos del evangelio y de los valores del Reino de Dios que nos consiguió Cristo, al cumplir la voluntad de su Padre, movido por la acción del Espíritu Santo, quien es autor de nuestra santidad.

Con el sacramento de la confesión o penitencia, al arrepentirnos de los pecados cometidos, Dios nos perdona y nos da nueva energía para luchar contra el mal y erradicar de nuestras almas todo pecado y caminar a la luz de una vida renovada con paz y gozo. Por último, el sacramento central de la Eucaristía nos llena de vida como participación adelantada de la gloria de la resurrección. Este sacramento es fuente y culmen de la vida cristiana. Es banquete, sacrificio, prenda de la vida feliz y eterna que esperamos alcanzar.

+ Juan Navarro C. / Obispo de Tuxpan

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