Un Nobel para el Rock

Por Mario Valdovinos/Intemperie

A Robert Zimmerman

 

Vi la información hace unos días en el noticiero de CNN: Bob Dylan Premio Nobel de Literatura. Corrí a poner Nashville Skyline en el equipo y a escuchar, para mí, su álbum más influyente y el que más quiero. Entre los temas Lay, Lady, Lay y Like a Rolling Stone, este último del álbum Highway 61 Revisited, está el galardón que abre un fecundo espacio para reconocer a quienes volvieron a reunir lo que se divorció hace demasiado tiempo: la poesía de la música. Dylan es la reencarnación contemporánea del juglar, ya sea acompañado de su guitarra acústica, cuando daba sus primeros pasos en el Greenwich Village de Nueva York, el barrio bohemio que acogió a los beatnicks y a la generación de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, o el músico electrónico virado desde el estilo country & western al rock and roll. Entremedio está el judío maduro convertido al cristianismo, casi un predicador en su etapa evangélica, y en toda etapa el baladista melancólico, acompañado de una armónica semejante al susurro de un bandoneón, el Dylan de Mr. Tambourine Man.

Por otro lado, las críticas al Nobel por lo común vienen de sus arbitrariedades; sí a Jacinto Benavente (1922) y no a Borges; sus bipolaridades: sí a Neruda (comunista) y también a Camilo José Cela (franquista); sí a ¡Sully Prudhomme y a Anatole France!, ¿quién los recuerda?, y no a James Joyce, ni a Franz Kafka; sí a Pearl S. Buck y jamás a la gran Virginia Woolf.

En cualquier caso y a pesar de la dimensión mediática del premio, junto al de la Paz, ya que muy pocos se enteran y/o conmueven con los de química, física, medicina, economía, el común de la gente, las masas que habitan las ciudades sin pasado ni destino, quedan al margen de los autores favorecidos: ¿es de común conocimiento y tema de conversación familiar, o entre amigos, el mítico condado de Yoknapatawpha creado por William Faulkner, Nobel 1949? Y un poco más cerca, ¿a quiénes de los que van obsesos enviando mensajes intrascendentes en el metro les suena Macondo, el pueblo de la peste del insomnio, de las empresas delirantes, de las muchachas ascendidas al cielo por su belleza y de los personajes alucinados, fundado por Gabriel García Márquez?

¿Quién hace eco de esta pregunta que resuena en los oídos de los buscadores, desde 1963, año de publicación de Rayuela, de Julio Cortázar: ¿Encontraría a la Maga?

Dylan puso la poesía, el género literario fundamental, la madre y la raíz de todos los géneros literarios, el menos visitado por los lectores, en los oídos de la multitud. Su tenaz recorrido, de más de medio siglo, hace muy difícil que a alguien no le suene alguna de sus canciones. Entre la Edad Media y el Renacimiento europeos algo hizo que el poema quedara confinado en el soporte de los libros, el cálido papel que tan bien acoge a los versos y solidariza con ellos para que los recorran los ojos de los intrusos, esa inmensa minoría. Pero los libros de poemas están en las librerías, en las bibliotecas, donde muy pocos acuden, aunque es perfectamente posible afirmar que la poesía siempre estuvo, por encima de cualquier libro, en la calle y a veces camina. Las palabras, words, words, words, decía en el castillo de Elsinor el príncipe Hamlet, que Dylan juntó y acompañó de música están en las arterias de cualquier ciudad, en los caminos de América y del mundo; llegan a domicilio a través de un disco, de la radio, de internet. Allí reside la densidad del galardón recién obtenido.

El legendario vate Walt Whitman no vio en su tiempo su torrencial poesía cantada por los juglares del país que luchaba por abolir la esclavitud, pero escribió en su inmortal poema Oh me, oh life:

De las ciudades llenas de necios… Y también: de las multitudes afanosas y sórdidas que me rodean…, dos versos, que sepamos, no han sido musicalizados.

Pienso que los dos Nobel chilenos, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, se habrían sentido gratificados de tener entre ellos a una figura como Dylan. Desconozco los gustos musicales de la Mistral, ¿bailaría tango?, en cambio, existe una declaración de Neruda, recogida en un número de la revista cinematográfica Ecran, de los años sesenta, favorable a los Beatles.

La generación de los músicos de los sesenta debe sentirse también premiada, John Lennon, The Beatles, Pink Floyd, U2, en los ochenta, Joan Báez, Janis Joplin, como ocurrió con los teatreros cuando lo obtuvo Darío Fo y no Arthur Miller; el premio alcanzaba a Antonin Artaud y a Jerzy Grotowski; también Harold Pinter, en 2005, con los dramaturgos del absurdo, si bien lo obtuvo también Samuel Beckett en 1969, y la generación española de 1927 con el poeta Vicente Aleixandre…

El galardón sueco se abre ahora a otras dimensiones de la literatura, más vastas y democráticas que los libros, situación que jamás ha sido de la responsabilidad de los agentes del mundo del libro, sino el gran ausente de políticas gubernamentales que jamás lo han priorizado. Como intérprete sobre el escenario, las tres veces que lo he visto en Chile, más lo que se puede encontrar como comentarios críticos sobre su divismo, egocentrismo e indiferencia ante el público, da la impresión de ser efectivo todo aquello. Un hombre huidizo y lacónico, cuando no francamente mudo frente a los medios. Ha envejecido callado, mostrando solo el lado público, el del hombre que sigue hasta hoy siendo un creyente, un creador de belleza desde las letras de sus canciones, ajeno al elogio o a las pifias, un músico y un poeta on the road.

Dylan ha sido poeta en su tierra y profeta en el mundo.

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