Los secretos para superar el confinamiento (de meses) en los barcos de guerra del Imperio español

A pesar del colosal tamaño de los navíos de línea del siglo XVIII, el gran número de tripulantes y la falta de espacio provocaban una sensación de claustrofobia que cada uno sobrellevaba como podía
Por Manuel P. Villatoro/Abc

Las pinturas del siglo pasado que representan a colosos de la talla del «Santísima Trinidad» (apodado «El Escorial de los mares» por sus inconmensurables dimensiones) o el «San Juan Nepomuceno» albergan algo de trampa. No me entiendan mal. Muchas son el último vestigio que nos queda de aquellos navíos de línea que surcaron los mares y océanos del Imperio español durante los siglos XVIII y principios del XIX. Pero tan real como esto es que resulta imposible imaginarse, al ver tal mole (de unos 60 metros de eslora y 10 de manga, siendo generoso por lo bajo), que el espacio que albergaban en su interior para marineros y oficiales era, cuanto menos, minúsculo.

Aquellos bajeles, aunque se convertían en la

 práctica en el hogar de entre 800 y 1.100 tripulantes (nuestra Real Armada solía acercarse más a la segunda cifra para evitar la escasez de hombres en alta mar), también eran un angosto bosque de madera, cureñas, munición o tubos de cañón. Cada uno de estos elementos, vital para el devenir de los combates que se avecinaban. Al igual que sucedería dos siglos después con los submarinos alemanes de la Segunda Guerra Mundial, solo había una palabra para definir aquel ambiente: claustrofóbico.

Para entender el hacinamiento basta con empaparse de las cifras que el historiador Luis E. Íñigo Fernández ofrece en su divulgativa (y completa) «Breve historia de la batalla de Trafalgar» (Nowtilus). En sus palabras, la tripulación contaba con tres cubiertas o puentes de unos 700 metros cuadrados cada una. Aquello suponía, en el mejor de los casos, una media de 2 metros cuadrados por individuo. No obstante, lo cierto es que había que descontar el espacio que ocupaban «las cureñas y los cañones, los gruesos mástiles y los abundantes bastimentos que se acumulaban por doquier». Eso llevaba, según sus cálculos, a reducir ese total a nada menos que la mitad.

¿Cómo podían soportar la falta de espacio? Algunas veces con alcohol, otras con juego y canciones… Los oficiales, por su parte, sabedores de que se enfrentaban a posibles revueltas debido al tedio y la abstinencia sexual, apostaban en ocasiones por la férrea disciplina.

Interior del navío de línea inglés Victory
Interior del navío de línea inglés Victory

Licor, aunque poco

Lo que está claro es que cada uno tenía sus triquiñuelas para superar la monotonía del confinamiento. Según explicaba el fallecido contralmirante e investigador naval José Ignacio González-Aller Hierro en varios de sus dossieres sobre el tema, los oficiales, por ejemplo, ponían dinero en un «fondo común» para hacerse con bienes tan preciados como bebidas, licores o algunos alimentos que, por entonces, se consideraban de lujo. Lo habitual era que, para romper la monotonía, disfrutasen de estos manjares en reuniones distendidas que se celebraban tras las comidas o las cenas en el buque. En ellas, además, pasaban el tiempo jugando a las cartas, leyendo o -si algún compañero contaba con un instrumento- escuchando música.

Mención aparte requieren las bebidas alcohólicas en el caso de marinería. Lo más común es que les fuera entregado algo de ron para aliviar tensiones y mantener su ánimo por las nubes. En nuestra Real Armada, tal y como explica González-Aller, se utilizaba en contadas ocasiones y prefería sustituirse por vino debido a su menor graduación. Los ingleses, sin embargo, no dudaban en abrir el grifo de la cerveza y el «grog», ron mezclado con agua, para mantener calmados a sus hombres. Eso, no obstante, hizo que se produjeran varios casos de insubordinación sobre los bajeles de la Royal Navy. Algo nada aconsejable.

Cantar y charlar

En lo que música se refiere, los marineros no se quedaban atrás. Tal y como explica Íñigo, era frecuente que las gentes de mar subiesen a los navíos de línea equipados con «instrumentos ligeros como flautas, los oboes o los pífanos». Armas para derrotar al aburrimiento que «tocaban como buenamente sabían los más avezados».

Por descontado, durante las largas travesías era habitual que, para evitar el tedio, la tripulación cantara y bailara mientras alguno de sus compañeros tocaba la guitarra (un artilugio tan castizo como habitual en aquel pequeño hogar de madera)o, en casos muy concretos, la gaita.

En la Royal Navy, némesis de nuestros hombres, no era extraño que el capitán aflojase la plata para sufragar una orquesta que animara a sus subalternos durante el duro día a día en los océanos.

A su vez, y en palabras Íñigo, tampoco era extraño que los marineros «fomentaran la solidaridad grupal» reuniéndose para contar a sus compañeros anécdotas, historias y narraciones de todo tipo (ya fueran reales o inventadas).

Batalla de Trafalgar
Batalla de Trafalgar

¿Abstinencia sexual?

La escasez de mujeres en el navío (durante aquellos siglos no se solía permitir que subieran a bordo) una de las privaciones a las que debían hacer frente los oficiales y marineros era la abstinencia sexual. Según Íñigo, hubo casos en los que, durante cuatro años, los tripulantes no pudieron bajar a puerto (donde acudían a prostíbulos y bares) por diferentes causas.

Cuando un buque de la Royal Navy arribaba a puerto era costumbre que subiera a bordo una curiosa comitiva formada por «prostitutas y vivanderas que no tardaban mucho en aligerar a los tripulantes de sus menguadas pagas». En el caso de los buques de nuestra patria destinados a la Carrera de Indias, y siempre según Íñigo, no faltaron los avispados marineros que embarcaban de forma clandestina a amantes o mulatas que ofrecían su cuerpo a cambio de unas monedas. Si eran atrapados se arriesgaban a un duro castigo por amancebamiento.

Por último, y si no había posibilidad de saciar los más bajos instintos, los marineros podían recurrir a otras soluciones más imaginativas. Y cuando no resultaba posible embarcar mujeres o pagar sus servicios en los puertos, no faltaba quien trataba de saciar sus instintos con jóvenes grumetes e incluso entregándose a la zoofilia con los cerdos, las ovejas o las cabras embarcadas, aunque en estos casos, por ser consideradas estas prácticas pecados nefandos, las penas impuestas eran mucho más duras y casi siempre muy humillantes», añade en el historiador en «Breve historia de la batalla de Trafalgar».

Religión

La religión, según Íñigo y González-Aller, hacía las veces de engrudo y ayudaba a los marineros a sobrellevar los momentos de desesperación. Algo que, por cierto, no sucedía en los navíos ingleses, donde no era habitual celebrar una ceremonia de este tipo ni tan siquiera en los días festivos. En los buques españoles, por el contrario, los domingos eran considerados días sagrados y toda la tripulación debía acudir con sus mejores galas a un servicio que dirigían los capellanes (o el capellán) de abordo. La asistencia era obligatoria, ya que, según Íñigo, el evento mantenía unido al grupo y ayudaba a suavizar las tensiones en su seno.

Durante la semana los servicios religiosos formaban parte también del día a día. Ejemplo de ello es que todas las jornadas los marineros rezaban a coro por la mañana y por la tarde y que, al llegar los sábados, cantaban la Salve en honor de la Virgen María. «Quizá por ello no hubo jamás un motín en un buque de la Real Armada, aunque los marinos españoles estaban peor pagados que los ingleses, cobraban con crónico retraso sus pagas y ni siquiera se beneficiaban del reparto de los botines que tan pingües ingresos granjeaba a sus colegas británicos», desvela Íñigo. La única revuelta (si es que puede llamarse así), acaecida en el «San Juan Nepomuceno», fue solventada sin dificultades.

Santísima Trinidad
Santísima Trinidad

Juegos y pasatiempos

En espera de las maniobras y los balazos, la tripulación podía matar las largas horas en alta mar mediante el juego. Entre los pasatiempos más habituales se hallaba, por ejemplo, el dominó. En la actualidad, de hecho, el Museo Naval de Madrid atesora en su colección uno de 37 piezas utilizado en aquellas duras jornadas del siglo XVIII. Tampoco era raro que, con una copa de licor bien resguardada a su lado, los marineros esperaran el conflicto o los ejercicios de entrenamiento con competiciones de dardos similares a las a las de hoy. Una vez más, la institución afincada en la capital cuenta con ocho de ellos expuestos en una de sus vitrinas. Un pequeño tesoro.

El pasatiempo más practicado en las tripas de aquellos gigantes de madera eran los juegos de cartas. Precisamente una de aquellas barajas ha logrado vencer al tiempo y se halla en el museo. Formada por 47 naipes –ya que falta el ocho de copas-, sus piezas están decoradas con motivos náuticos y se encuentran señaladas con números romanos. Malagueña de procedencia, estos trozos de historia atesoran bajo sus sotas, caballos y reyes nada menos que 200 años de vivencias, pues fueron utilizados hasta 1815.

Pero sin apuestas

Con todo, los marineros debían tener un cuidado extremo a la hora de pasar el rato con los juegos de azar, pues estaba prohibido apostar. «Según las ordenanzas de 1793 de la armada naval (Carlos IV), artículo 156, título primero, tratado quinto (artículos 7, 8 y 9) cometían una falta: los que tomaran parte en cualquier juego de azar que no fueran de puro pasatiempo y recreo; los que hiciesen fullerías o trampas en los juegos que estuvieran permitidos y los que tuvieran en su poder dados o naipes marcados usados», destaca José María Blanco Núñez, Capitán de Navío de la Armada Española, historiador y profesor del CESEDEN, a ABC.

Mediante este sistema se pretendía evitar alguna cuchillada que otra pues, como buenos españoles que eran, a los marineros no les gustaba despedirse de la paga que habían recibido de Su Majestad Imperial. «Si tú echabas unas partidas al tute y no te jugabas nada era un pasatiempo y estaba permitido, pero si te jugabas la paga del mes pasaba a ser un delito. Por estas tres faltas podían ser arrestados de uno a quince días. Si eran reincidentes en las faltas sufrían más pena», finaliza Blanco.

A pesar de todo, lo cierto es que los hombres de guardia solían mirar en otra dirección cuando descubrían las partidas ilegales, así que no era raro ver cómo el dinero ganado con sangre, sudor y batallas cambiaba constantemente de manos.

Caja de juegos (1790-1815) en la que se incluyen un dominó y varios dados
Caja de juegos (1790-1815) en la que se incluyen un dominó y varios dados

Disciplina

Pero el arma principal para combatir contra las posibles revueltas provocadas por el tedio y el aburrimiento era la disciplina. Así quedaba claro en el primer artículo de la Real Orden de 1802:

«Todo oficial de mar, sargento, cabo o soldado de marina y del ejército, tropa de artillería y gente de mar, debe obedecer a los oficiales de guerra de la Armada y del Ejército con quienes estén empleados en todo lo que les manden perteneciente a mi Servicio siendo de su profesión, pena de la vida».

Con todo, González-Aller es partidario de que, salvo excepciones, lo habitual era que no hubiese que recurrir a los castigos debido a que se solía mantener la disciplina.

Las faltas podían ser de diversos tipos. Las más leves se castigaban con una sencilla reprimenda física; por ejemplo, un golpe seco propinado por el segundo contramaestre con una vara. A partir de entonces iban en aumento según su gravedad. El amplio abanico incluía sustituir el menú habitual por pan y agua; encadenar al infractor o el temido azote (aplicado con un cabrestante o una caña). Maltratar a un oficial era reprendido con la amputación de una de las manos y, a continuación, la horca.

 

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